COREGA EXTRA

COREGA EXTRA
¿Qué es Corega Extra?
Corega extra es un adhesivo para la fijación de dentaduras postizas.
Alguna de las personas que pierden su tiempo leyendo mi libreta eléctrica, y que está esperando una segunda parte de la historia de “El dentista”, podría pensar, por el título, que esta es esa segunda parte. Pues no. No lo es. Habrá segunda parte, porque no voy a negarme a complaceros, si está en mi mano, a aquellos que me leéis, pero no será hoy. Lo de corega extra va por otros derroteros.
Hace mucho tiempo que Fery intenta convencernos a Doc y a mí para que, un fin de semana, nos larguemos los tres de farra. Fery conoce los locales donde la gente de nuestra edad, y mucho más vieja, esparce su cuerpo y persona. Los ha visitado en alguna ocasión y tiene la información necesaria para triunfar en ellos. La poca información que le falta ya la aportamos Doc y yo sobre la marcha, cuando él nos cuenta lo que nos espera en ese mundo de parranda.
Tiene que ser un sábado que, a estas edades, con un día de juerga es más que suficiente. No puede ser un domingo porque sería imposible recuperarse de tanto baile y tanta vertebra desgastada. Ya no estamos en condiciones de empalmar días de fiesta con días laborables. Dice Fery que son locales de baile, de charla, de caza y de lo que se pueda. Que a ellos acude gente de toda condición y edad. Pregunta Doc que si no será un desguace y que, a lo mejor, en lugar de invitar a una copita a alguna dama de las que por allí “corretean”, es mejor invitarla a una dosis de pomada para el reuma.
Hay que ponerse guapos, dice Fery. Yo creo que es cuestión de ponerse limpios, porque lo de guapos va a estar más difícil. Las cosas ya no son como cuando éramos jóvenes, que podías salir de casa, a correr el mundo, solo con lo puesto. Ahora hay que salir bien pertrechado. Un mal aire, una sudada a destiempo y se acabó la diversión en una temporadita. Enero no es un mes para andar cogiendo frío.
Una vez en el local, la estrategia a seguir es sencilla. Un vistazo por entre las mozas y mozos, aunque ya no estén en edad de recibir este calificativo, mientras buscamos una buena atalaya, en la barra del bar, desde la que escudriñar con eficacia el aspecto del personal. -Y esto es importantísimo. “Escudriñar con eficacia”.
Es importantísimo porque aquella silueta juvenil que, desde dieciocho metros de distancia, parece toda una hembra de postín, a medida que te acercas, va ganando años y cambiando de aspecto en base a dos parámetros.
Uno.-Que ella es una artista consumada en el arte del maquillaje a distancia.
Dos.-Que tú ya no eres aquel lince de dieciocho años con visión de infrarrojos. Eres un gato viejo que, de cerca y con gafas, todavía, pero de lejos, con esta luz y sin las gafas que te hacen mayor, no ves un carajo.
“Escudriñar con eficacia”. Porque cuando llegas a su altura, aquella hermosa y juvenil hembra, puede ser un abrigo colgado de un altavoz.
Dice Fery, que el bacalao se corta en la pista. Una vez que hemos localizado la presa, o que la presa nos ha localizado a nosotros, damos paso al galanteo, al estudio previo, al examen de pros y contras que nos ha de decir si nos la llevamos a la pista, o seguimos buscando gacelas por la jungla. Mucho cuidado si nos decidimos a bailar. Los movimientos han de ser suaves, acompasados y sin brusquedades. Hay huesos muy frágiles, con una vida muy dura tras de sí. Hemos de ser cuidadosos. El alcohol y la música bailonga, juntos, son peligrosos si nos dejamos llevar. Esos ritmos salseros, esos meneos, ese garbo en las vueltas, un molinete de más, y ala, la dentadura postiza de Ginger Rogers, volando por entre las mesas. A buscarla. La inercia es muy peligrosa cuando hay prótesis y ortopedias sin la necesaria fijación. Dice Doc que, si vamos a pasarnos por un sarao de estos, sería importantísimo ir bien equipados. Imprescindible llevar en el equipo, junto con la pomada para el reuma, el tubito de Trombocid y un destornillador portátil, el Corega Extra. Un tubito en el bolsillo de atrás, donde los roqueros llevaban el peine.
También puede optarse por una conversación con copa y olvidarse del baile, pero con mucho cuidado, porque las mujeres que frecuentan estos locales ya no son jovencitas sin experiencias, ya son personas adultas con una historia que contar y, a veces, larguísima, y se pierde la cuenta de las copas, y la correcta pronunciación también se pierde, y la objetividad, y el sentido de la orientación, y por la mañana no sabemos dónde estamos, ni qué hacemos en la cama de esta señora que anda por aquí, pasando la mopa, con esa bata tan floreada.
No sé si Fery se saldrá con la suya y nos llevará a Doc y a mí, un día de estos, a conocer ese apasionante mundo de la segunda oportunidad. Aquí en la obra, mientras lo hablamos, nos ha sonado divertido. Si lo hacemos, tal vez pueda escribir alguna divertida historia para la libreta eléctrica.

LA CLANDESTINA

LA CLANDESTINA
Hemos empezado de nuevo en la obra (alguno pensará que ya es hora pero no voy a perder el tiempo explicándole lo que yo pienso de él) y hemos empezado a lo grande, con imprevistos. Los días de nieve, frío y relajo han hecho mella. Hoy, la clandestina, no ha querido arrancar. Así le llamamos, aquí en la obra, a la camioneta. Para nosotros es como una más del equipo. En ella transportamos los mil cachivaches y herramientas con que practicamos este oficio. En ella nos acercamos al cafetito cada mañana. Hablamos de ella, y con ella, como lo hacemos entre nosotros. Es un modelo raro y antiguo, y su mejor momento hace tiempo que pasó, pero a nosotros nos cae bien. No es la primera vez que uno de sus achaques nos complica la mañana. A veces, sin que se sepa por qué, se niega a ponerse en marcha y entonces tenemos que empujarla, o tirarla por una cuesta abajo para que, aunque sea de mala gana, arranque. Hoy hemos decidido poner fin a estas procesiones y llevarla al taller. Hemos perdido el día con ella, entre diagnosis y suposiciones de experimentados mecánicos. Porque llevar un vehículo al taller puede ser algo mucho más delicado de lo que parece a primera vista, sobre todo si te acercas al servicio oficial de la marca.
Es cierto que uno se tranquiliza cuando una amable señorita te pide los datos de tu cacharro y rellena una flamante ficha-cliente. Te pregunta por los síntomas del achaque, los antecedentes si los tuviere (que los tiene), los kilómetros que tiene, su matrícula, en qué año está fabricada y te asegura que enseguida uno de sus mecánicos, el especialista que corresponda, se pondrá con tu pobre clandestina agonizante. La ves entrar por esa enorme puerta que se eleva silenciosa, porque tú no puedes entrar, la has de dejar en manos de cualquier tuerce-botas, y tú te quedas como si alguien de tu familia entrara en quirófano, a leer revistas y tomar café de máquina mientras ella lucha, con las tripas abiertas, entre la vida y la muerte. Si la cosa va bien, enseguida te la devuelven, o te dan solución al problema. Pero si la cosa va mal. Entonces te mandan pasar dentro, al mundo secreto de los talleres oficiales, para que, el mecánico especializado que ha estado hurgando en tu vehículo, te diga cuál es esa avería que NO ENCUENTRA.
Estás dentro. Todo son secciones. Sección de diagnosis. Servicio rápido. Mantenimiento. Auto exprés. Cada sección con su cartel. ¿Dónde está la clandestina? “Sección averías extrañas prácticamente irreparables”.
Entonces el experto mecánico te mira como si fueras un inocente escolapio y te suelta una tesis mecánica sobre relés y posibilidades. Es posible que la avería esté producida por un relé. Un relé electromagnético, o un relé térmico, o electrónico, o neumático. Hay tantos relés. Pudiera ser algún contacto auxiliar del sistema de soplado del contactor de carga. Nunca se sabe. Algún relé del circuito de arranque, o el temporizador. En este punto, tú, por que parezca que estas entendiendo algo y que no eres lerdo, le dices.- O las escobillas, que están pegadas. Que es una frase muy socorrida que suelta cualquiera y siempre queda bien. Pues no, no son las escobillas. Ni la batería. Ni el alternador. La avería es muy difícil de detectar, porque el relé que falla, no falla siempre, no se sabe cuándo falla, no se sabe cuál es, no se sabe cómo detectarlo, muy difícil, dificilísima, casi imposible. Entonces uno se queda sin palabras, porque estamos en el siglo veintiuno, los de la Nasa salen y entran de la atmósfera como yo de la cama, los cirujanos manipulan, cortan y empalman sin pestañear, hay coches que aparcan solos, mi madre tiene un robot que prepara espaguetis al pesto, redondo de ternera con guarnición, pan, postre y café sin mezclar los sabores y listo para la hora que se desee, y yo tengo una furgoneta vieja, de los años ochenta, que tiene una avería, en un relé, imposible de detectar. Yo no sé si llorar, reírme, o atizarle al mecánico con lo primero que encuentre.
No solo pasa esto con la vieja clandestina, Fery dice que a él le pasa lo mismo con su coche, que ya van por el quinto relé sustituido y no aciertan con la avería, que ahora ya los cambian por sorteo.
Opción A- Empezamos a cambiar relés por orden alfabético y a ver si hay suerte, porque la clandestina tiene solo nueve relés. Y menos mal que es de los años ochenta, porque los modernos pueden tener entre quince y veintisiete relés. (Dice el mecánico que, en esto, tengo suerte pero que, en confianza, él no tiene ni idea de qué está pasando) También se puede apreciar en el ambiente que, dentro de la opción A, ellos, los de “la casa oficial”, preferirían que probáramos en otro taller, que no volviéramos por allí con el cacharro, excepto si quisiéramos cambiarlo por una furgoneta nuevecita, garantizada, pero con muchos relés.
Opción B- Nos volvemos a la obra con la clandestina.
Optamos por la opción B, porque la opción A nos parecía una tomadura de pelo.
Fery, Doc y yo hemos estado un buen rato dándole vueltas al tema pero, en este caso, no llegamos a conclusión. De momento seguiremos con la clandestina, aguantando sus achaques, resolviéndolos por cuenta propia. La empujaremos un ratito por la mañana y luego, el resto del día, ella nos transporta a nosotros. Tampoco es mucho lo que pide.

EL DENTISTA

EL DENTISTA
Parece que al fin la nieve se va y la obra sigue allí, donde estaba, fría y sucia, esperándonos. Se nos acaba este tiempo de ocio y vagabundeo que tan bien se nos da, y tendremos que volver a esa otra rutina del imprevisto. La obra sigue esperándonos y a veces me parece que ya tengo ganas de volver con Fery y Doc al tajo. Pero solo me parece. Porque lo hemos hablado, y también se puede filosofar, cambiar pareceres y aprender unos de otros sin pisar por la obra. Podríamos hacerlo por los bares, que es desde donde los españoles hemos hecho vida, filosofía e historia durante siglos. Estaríamos más calentitos. No vamos a quejarnos, aunque la nieve nos haya complicado un poco la vida en lo económico, nos ha venido de perlas en lo que a salud y disfrute se refiere.
Yo no he tenido tanta suerte en eso de la salud porque, por si acaso la navidad se presentaba ociosa y relajante, ya me busqué yo un buen dolor de muelas, con su infección y su flemón y todo. Llevo ocho días con un carrillo como el de Porky y un ojo medio cerrado. Comiendo caldos y purés, despreciando los manjares y el navideño festín que otros, sentados a mi vera, se dan a diario. Pero nada de esto me duele. Lo que me duele es la muela. Tengo hora con el dentista para hoy mismo y eso es peor que la obra.
Los adultos, la gente mayor, se pasan la vida inventando malvados personajes, monstruos y brujas con los que asustar y mantener a raya a los más pequeños de la casa. Alguien con quien poder amenazar a los rapazuelos por si acaso alguno se desmandara más de lo aconsejable. Yo, cuando era un tierno infante, no recuerdo haberme sentido demasiado amenazado por ninguno de ellos. Ni el coco que te come si no te duermes. Ni el ogro del pantano que te come si no obedeces. Ni el saca mantecas que se traga, sin masticar, a los niños que no hacen bien las cuentas. Ni el hombre del saco que se lleva los niños respondones. Ni el degollador de niños que saltan encima de las camas. Si me come un tipo de estos, ya puede andarse con cuidado de dónde deja los huesos, porque mi madre lo mata a escobazos como deje alguna porquería por casa. Nada, no recuerdo que ninguno de ellos me hiciera sentir ni una décima parte del pánico cerval que me produce “el dentista”.
El dentista. Eso sí que es para asustarse de verdad. Le tenía miedo de pequeño y se lo sigo teniendo hoy. Asusta a pequeños y mayores. Yo tengo hoy hora con el dentista, pero ya no soy persona desde ayer. Ando como nervioso, desconfiado, como las cebras cuando avientan leonas en las cercanías. No tengo apetito y envidio a cualquiera que me encuentro, porque él no tiene que ir al dentista. Cuando llega el momento, llamo al timbre siempre con la esperanza de que hoy, el señor dentista, no haya acudido a su trabajo, no me importa la razón, ni si se despeñó con su coche por un barranco, pero que no me contesten al timbre. Contestan, y tengo que subir. Me desdoblo, que dicen los siquiatras, una parte de mí se encarga de subir, a la otra, hasta la consulta. Sí, todos muy amables, todo muy limpio, la música divina y preciosas revistas para leer, pero yo no tengo ganas de leer, no me apetece escuchar música ¿sabéis? Si quisiera leer y escuchar música, ¡Jamás!, se me ocurriría venir aquí. ¿Cómo puede ser que una persona tan educada y agradable, una buena persona pareces y todo, y hagas tanto daño a las gentes? ¿Señor dentista, no habrá alguna droga o anestesia para que yo no me entere de nada? Podrían administrarla en el portal. Unos disimulados respiraderos y ala, a dormir en la moqueta hasta que me toque. Y nos ahorramos así este calvario que yo me traigo.

Entro en la consulta andando hacia atrás, por si acaso en el último momento me decido a salir corriendo. Me siento en ese sillón de astronauta, tan apetecible si no estuviera en la consulta de un dentista, y me encomiendo a todos esos santos, de los que solo me acuerdo aquí, antes de abrir la boca y disponerme a babear un buen rato.
-Esto tiene muy mala pinta. No sé, no sé-. Dice el señor dentista.
-Ah, pues nada, lo dejamos para otro día si le parece-. Digo yo, con la poca esperanza que me queda. Pero no cuela.
Tampoco creo que cuele hoy. Espero que todo vaya bien, que no haya nada que contar. Para no tener que escribir, mañana, una bonita historia, con mucho sentido del humor, sobre la visita al dentista de hoy.

A SARA

A SARA
Yo, cuando la obra me deja un ratito libre, escribo historietas y tonterías. Algunas veces, cuando ese tiempo no llega, se las cuento a Fery y a Doc. Cuando me siento a escribir, nunca sé a ciencia cierta qué es lo que acabará pasando en el papel. Ni siquiera sabemos si Fery y Doc existen realmente, tal y como yo los muestro. Escribir es, para mí, una pasión y un castigo.
Una pasión porque, en esa soledad necesaria, desaparezco. Cuanto más vuelco en el papel lo que siento y pienso, menos se me ve. A veces juraría que, desde fuera, solo verían el cuaderno y un bolígrafo garabateando por su cuenta. Yo no estoy. No sé a dónde voy, no sabría decirlo, pero me voy, y esa sensación, esa soledad me es, cada día, más necesaria y agradable. Luego, cuando aparezco de nuevo, leo lo que el papel me muestra y lo acepto, me guste o no, soy yo. No siempre fue así.
Un castigo porque, una parte de mí, sufre y se sacrifica buscando, soñando y registrando cada rincón de mi persona. Una parte de mí pide, suplica, reclama y exige su tiempo para mostrarse en el papel. Una parte de mí que no entiende de tiempos, normas ni circunstancias. Hacer que coincidan en tiempo y lugar, estas dos caras de mi persona, es parte del castigo. Con tiempo, instrucción, paciencia, y sacrificio se puede conseguir que coincidan bastante a menudo. En mi caso, que no es el más aconsejable, esto ha llegado por burro, por cabezota, por bestia. Que yo, como soy chambombo, no sé hacerlo de otra manera. No siempre fue así.
No siempre fue así. Antes, cuando aún me salían granos, cuando las chicas me daban pánico, y pensaba que no merecía este cuerpo que tengo, escribir solo era un castigo. Una bola de angustia inmensa inflándose dentro de mí. Una bola de angustia que se transformaba, sin previo aviso, en un carnaval de alegría. Hora lloraba por las esquinas, hora todo es maravilla. Hora me como el mundo, hora me come a mí. Hora escribo lindos poemas, hora este bolígrafo es imbécil. Hora soy una divina creación, hora una aberración cuelli-corta con la imperiosa necesidad de escribir. Escribir ¿Qué? Todas aquellas angustias y sensaciones están hoy presentes en lo que escribo. De ellas me alimento en cada historia y recojo un fruto que entonces no comprendí. Recógelo con humildad y paciencia y estarás haciendo un trabajo impagable, incomprensible para los que no sienten esta pasión, pero bendito para nosotros.
Atención, esto no es un consejo. Es una confidencia para Sara. Tengo de aquellos tiempos más de diez folios, escritos por las dos caras, con una única frase, si es que se le puede llamar frase, TACA TUMBA TACA TUM TACA TUMBA TACA TUM. Y así hasta que me cansé. Arrebato de ritmo lo llamo. Un siquiatra lo llamaría de otra forma. Tú ya sabes de lo que hablo. No se lo digas a nadie.
Ánimo y gracias por leerme, Sara. Por leer esta filosofía de obra que nos gastamos aquí, Fery, Doc y yo. Un beso.

MENTIRAS

LA TELE 2. MENTIRAS
Como aquí sigue la nieve cubriéndolo todo y por la obra ni nos acercamos, voy a seguir con el asunto de la tele que empecé días atrás. Con todo eso que he visto y escuchado en la tele esos tres días. Con todo ese bonito mundo de gente guapa que venden, y que yo no veo en las calles.
¿Por qué hablan, aseguran y sentencian lo que pensamos y creemos, y nos llaman la “gente normal de la calle”? Si nosotros somos la gente normal de la calle, ellos ¿qué son? ¿La “gente anormal de la tele”?
¿Por qué salen esos cuerpos estupendos ofreciendo maravillosas máquinas para enguapecer a los gordos? ¿Será que si utilizas esas máquinas te pones guapo y de carnes prietas y todo el mundo te sonríe y quiere cenar contigo?
¿Por qué esas actrices glamurosas enseñando sus cremas secretas a las viejas y arrugadas televidentes? ¿Podría mi abuela, echándose estas cremas, salir de fiesta conmigo y pasar por ser mi hermana?
¿Por qué jovencitas frescas y lozanas aconsejando hábitos, conductas y productos para cagar bien y a las horas? ¿Es que tomando esos potingues, además de cagar, te pones así de guapa?
¿Por qué amas de casa ideales, con familia y pasteleo, revelando cual es el detergente ideal para andar limpio y suave? ¿Es que si no lavas con ese detergente tendrás una familia miserable, unos hijos bien feos y un marido borracho?
¿Por qué sale ese joven deportista famoso, honesto, serio, honrado a carta cabal, solidario, un modelo para la juventud, diciendo que si compras este coche tu vida será maravillosa y te cambia hasta la suegra? ¿Será que anda mal de dinero y tiene que decir lo que le manden? ¿O será verdad que si te compras el coche empezarás a parecerte a él, a triunfar y las letras se pagarán solas?
¿Por qué sale ese muchachote con ese cuerpo, que ya lo quisiera para sí el David de Miguel Ángel, invitándonos a una coca cola o cervecita? ¿Quedaré yo igual de atractivo y sugerente si me los bebo?
Podría estar otros tres días haciéndome preguntas. Y todo esto, ¿por qué? Porque en la tele dicen mentiras. Que así es como se ha llamado toda la vida. MEN-TI-RAS.
Nos llaman, “gente normal de la calle”, “el pueblo llano”. Esos debemos de ser los que no salimos en la tele, los que no tenemos voz, ni medio de hacerla oír
“La gente anormal de la tele”. No son todos, claro. Siempre hay alguna persona que, no siendo anormal, es lo suficientemente estúpida como para vivir entre ellos y que no se le note desde fuera. Aquí, en la obra, estamos todos de acuerdo, y en toda la comarca. Porque nosotros, para no ser menos, hemos hecho una encuesta, como las que hacen en la tele, y ha habido unanimidad.
El noventa por ciento de los habitantes/ciudadanos que pueblan esta comarca, asegura que los de la tele son gente anormal. Un cinco por ciento dice querer ser como ellos y el cinco restante no sabe lo que es la tele.
Un cincuenta por ciento, asegura que lo que piensa y siente nunca se dice en la tele. Nunca ha sido su mayor preocupación, ni el paro, ni el terrorismo, ni el hambre, ni el enfrentamiento político. A la pregunta de ¿cuál es su mayor preocupación? Casi todas las respuestas aluden a cuestiones de ámbito familiar y local. Nada de paro, ni terrorismo, ni gaitas. Un treinta por ciento solo se preocupa si no gana el Madrid. El diez por ciento restante contesta cada vez una cosa distinta.
Un ochenta y tres por ciento dice haber “picado” con las famosas maquinitas, las desintegradoras de grasas, y no haber conseguido nada. Al cuarenta por ciento les estorba en cualquier sitio que la coloquen. Otro cuarenta por ciento la utiliza para colgar a secar calcetines, bragas, calzoncillos y otras prendas de poca entidad. El tres por ciento no la han desembalado, la tienen debajo de la cama. Un diecisiete por ciento sufrió tirones, torzones y rozaduras en los primeros tres días de uso. Todos se sienten estafados y no entienden como se puede permitir semejante engaño “por la tele”. Esa tele en la que siempre salen unas personas muy guapas y educadas, sonriendo con unos dientes impecables por entre los que se les escapan a borbotones las palabras honestidad y profesionalidad.
El setenta por ciento de las mujeres reconoce usar esas cremitas milagrosas que aconsejan las modelos y actrices de la tele, pero dicen que no han rejuvenecido ni un cuarto de hora. Algunas dicen que todo lo que rejuvenecieron fue el volver a tener los granos de cuando tenían quince años. Las arrugas no se marchan ni con la plancha pero el efecto tensor les hace sonreír hasta en los entierros. Además no hay horas en el día para embadurnarse con todas las necesarias. Una crema hidratante, nutritiva y reparadora, una anti arrugas selladora para cerrar el poro, una anti oxidante, otra tonificante, anti edad también, un contorno de ojos que alise, tonifique y aporte elasticidad, además crema exfoliante y mascarilla regeneradora, y con esta cara tan divina, no pega nada este culo, así es que es necesario un anti celulítico reductor de efecto lija. Un diez por ciento dicen fabricarse las cremas ellas mismas. El veinte por ciento dicen que agua y jabón.
A la cuestión de si cagan bien o cagan mal, el cincuenta por ciento se niega a responder. Un cuarenta por ciento no ve relación entre cagar bien y estar guapa, y algunos recuerdan haber estado varios días con diarrea y seguían tan feos como antes. Un veinticinco por ciento ha probado estos productos, pero no ha sido capaz de terminarlos. Un diez por ciento se han cagado en nuestra madre.
Un setenta por ciento reconoce usar el detergente más barato de los que hay en la tienda y tener una familia que ni es familia ni es nada, pero que una vez cambiaron de marca, por una de esas de la tele, y que su familia no mejoró nada de nada, y a su marido le rascaban las toallas. Un diez por ciento no usa detergentes de la tele porque son dañinos y no quieren decirnos qué usan. Un trece por ciento lleva la ropa a lavar a casa de su madre y no sabían que a la lavadora hubiera que echarle nada. Un cinco por ciento lo lava todo a mano con jabón lagarto. Un dos por ciento no lava.
Un cincuenta por ciento reconoce haber comprado el coche por culpa de algún anuncio pero ya no se acuerda de lo que decía, ni le ha ido mejor la vida, ni le han ascendido. Con la suegra se lleva peor que antes, y encima tiene que ir siempre delante. Un cuarenta por ciento nos reconoce, confidencialmente, que el coche que tiene es más grande y potente que el que tiene su vecino y por eso lo compró. Las letras también son más grandes y potentes que las del vecino, y por eso lo vende. Un cinco por ciento dicen que no comprarían ni locos un coche que anuncie ese gilipollas. Solo un dos por ciento reconoce haber comprado el coche grande porque tiene el pito pequeño. El tres por ciento tiene el coche en el taller y no quieren ni oír hablar del tema.
El cincuenta por ciento dice que ha bebido esos refrescos y cervezas y que, efectivamente, el cuerpo les cambió radicalmente. Echaron una barriga que no entran por las puertas. Ahora, algunos, no pueden ni probarlos, prescripción facultativa, tenían tantos gases que se levantaban del suelo Un treinta por ciento los bebe solo como acompañamiento en los cuba libres y dice que así hacen menos daño, porque el alcohol les mata el gas. El veinte por ciento asegura que ellos no estropean la bebida con esas mariconadas.
Así hemos comprobado, como ya sospechábamos, que la tele no dice más que mentiras. Que lo que pensamos, sentimos, sufrimos y soñamos la gente normal de la calle, no es para nada lo que dan por sentado estos “profesionales” de pacotilla. Que, desde la tele, nos enseñan poco y a deshora. Que, todos ellos, con sus conocimientos, diplomas, y profesionalidad, se olvidan de ser personas cabales, para vendernos un mundo de memos, que aquello de lo que alardean, es su mayor defecto.
Yo, terminado el maratón, le he dado la vuelta a le tele, la he puesto mirando para la pared. Queda bonita con un florero encima y sin dar la tabarra. No la puedo tirar, porque ahora con esto del reciclaje y la selección de residuos, aquí, donde yo vivo, no hay forma de deshacerse, ni lugar en el que arrojar estos trastos si no te desplazas cuarenta quilómetros, por tu cuenta, y con furgoneta para llevarlos. Aunque en la tele salga un político mentiroso y diga que sí, que es maravilloso como reciclamos, seleccionamos y colaboramos con el medio ambiente y que tenemos a nuestra disposición los medios necesarios, yo digo que no, que es un mentiroso miserable, que aquí estamos peor que antes, pero pagamos el recibo como si fuera verdad lo que él dice. Yo voy a terminar aquí esta historieta porque, hablando de tele y políticos, me cuesta mucho mantener la serenidad y el buen vocabulario que tanto nos gusta.