YO NO VUELO

Yo no vuelo, no sé volar. Nunca aprendí, es de esas cosas que das por sentado que no puedes hacer y que, si lo intentas, traerá funestas consecuencias. Nadar sí. A nadar aprendí de pequeño. En un lindo pueblo, del que soy natural, tenemos un pantano y los chiquillos nos íbamos con la bicicleta, una vez burlada la vigilancia de nuestros mayores, a recorrer la larga presa de un lado al otro sin descanso. No lo hacíamos por la zona de paseo habitual, lo hacíamos por encima del parapeto que protege a los paseantes de caer al agua. Un muro de hormigón de cuarenta centímetros de ancho. Por allí circulábamos como cohetes uno detrás de otro. Desde allí me precipité yo con mi bicicleta por cuestiones de pericia mal entendida, que creí que tenía más de la que en realidad tenía. Después, estudiando la física, supe que la inercia y la centrífuga tuvieron mucho que ver, pero yo entonces no pude achacárselo. El caso es que mi bicicleta y yo nos precipitamos al embalse. Ante semejante situación solo tenía dos opciones: o me ahogo aquí y le doy un disgusto a mi madre que acaba con ella, o aprendo a nadar. Aprendí a nadar. La bicicleta allí quedó. Así que cuando me presenté en casa, con el agua saliéndome por las orejas, se lo dije a mi madre.- ¡Mamá, que ya sé nadar! Que nos vamos a ahorrar unas pesetas en cursillos y esas tonterías. -¿Y eso? Me contestó ella. Yo le relaté someramente la peripecia.
Mi madre y yo siempre hemos tenido una excelente relación, un dialogo fluido, respetuoso y ameno. Por eso se tomó la cuestión bastante bien. Solo me dio ciento treinta y siete zapatillazos. Ahogarse es una cosa muy grave, es cierto, pero ciento treinta y siete zapatillazos tampoco es moco de pavo. Me lo había dicho muchas veces, -Un día me hartas y te doy con la zapatilla hasta que me canse. Pero hasta entonces nunca lo había cumplido, ese día sí, efectivamente me dio hasta que se cansó. En el zapatillazo ciento treinta y siete, ya no le llegaba el aliento. Ya en el ciento treinta y cinco, y ciento treinta y seis, tuve que ayudarle yo a levantar la zapatilla para que pudiera seguir. Después, cuando se le pasó un poco la fatiga, ya le dije. -Mamá, tú no tendrías que usar de estas zapatillas que se quitan con tanta facilidad. Mejor zapato de cordones, que así, mientras lo desatas, se te pasa un poco el caliente y no te llevas estos sofocones. Aquí me calló el ciento treinta y ocho.
Mi madre no es persona rencorosa, así que yo no tardé en hacerle saber lo mucho que me gustaría recuperar cuanto antes mi bicicleta. –No te preocupes- me dijo, y enseguida cogió el teléfono para llamar al comandante Cousteau. Se escribe así, pero se dice Custó. Y efectivamente, al día siguiente por la tarde se presentó el comandante Custó en el embalse con el Calipso, la tripulación al completo y una cámara de televisión. Tardamos quince días en recuperar la bicicleta, cuando las aguas del embalse bajaron y quedó al descubierto, porque Custó estuvo los quince días que no sabía si iba o venía. Que si un mamparo de proa que está roto, que si el esquife tiene más agujeros que un colador, que si ahora embarrancamos en el fango. A él lo que más le gustaba era que lo grabaran en el puente de mando, con un gorro de lana, mirando mapas y haciendo redondeles con el compás. Yo aprendí en esos quince días muchísima mecánica naval y habría podido enrolarme como mecánico en cualquier petrolero, lo que pasa es que los petroleros tienen terminantemente prohibida la navegación en el pantano de mi pueblo. Menuda trola.
Desde entonces, Custó siguió viniendo todos los años a hacernos una visita de fin de semana, porque decía que las tortillas de mi madre eran las mejores que había probado en su vida, que la menestra de mi madre era la mejor que había comido en su vida, que el cordero asado de mi madre no era el mejor que había comido en su vida, era el único, porque llevaba cuarenta años comiendo pescado y carne enlatada Si alguien ha visto los documentales del comandante Custó no se acordará de haber visto el que trata del rescate de mi bicicleta, nunca lo emitieron, porque en la fiesta de despedida, antes de que el comandante y su tripulación se fueran con el Calipso del pantano, el operador de televisión, que no había probado en su vida un orujo de la calidad y prestaciones del que se sirvió con los cafés, se calló por la borda y la cámara y la cinta quedaron inservibles. Gracias a Dios que pudieron rescatarlo a él y no tuvimos que esperar a que bajara el nivel del agua, como con mi bicicleta.
Ya sé que muchos pensarán que todo esto que cuento aquí es una burda mentira, allá ellos. Mentiras mucho más gordas que esta estoy oyéndolas yo a diario y todo el mundo asiente como los perros que llevaban antes en la bandeja trasera del coche. A lo mejor alguna cosilla se me ha ido un poquito exagerada, pero el meollo, lo que es el meollo, puritita verdad, hijos.
Haya salud y suerte.