EL NEGRITO CUALQUIERA

Érase una vez un lindo negrito que había nacido en África. En un lindo poblado costero nació el negrito. Lindas palmeras, aguas cristalinas, frescos manjares, potentes negritas y la húmeda tierra que también era negra. Feliz y dichoso era el negrito correteando mañana y tarde, disfrutando libremente de cuántas delicias la selva le proporcionaba. Sus padres veían orgullosos como crecía y se convertía en un saludable y alegre salvaje. El día que nació el negrito su madre preguntó a su marido, ¿qué nombre le pondremos al pequeño? Su padre le contestó, – Ponle cualquiera-. Y este fue el nombre que pusieron al pequeño, Cualquiera. El pequeño Cualquiera, en contra de lo que su nombre indica, no era un muchacho más de la tribu. En su familia había recaído el mando de la tribu durante generaciones y, si todo sucedía de la manera esperada, a él iría a parar esta función. El hechicero de la tribu le había pronosticado un largo y provechoso reinado basándose en misteriosas alineaciones de astros, informaciones privilegiadas que solo a él le eran reveladas y en su contacto directo y exclusivo con los Dioses. Sin embargo aquel hechicero que la tribu tenía en tan alta estima, que tantas vidas había salvado con sus pócimas y secretos, aquel que hacía llover y lucir el sol a su antojo, era, como más tarde se demostró, un completo ignorante, incapaz de adivinar lo cerca que de allí se encontraba el hombre blanco, especialista consumado en retorcer suertes y destinos para hacerlos coincidir con sus propios intereses. En una gran embarcación había llegado el hombre blanco, negreros dispuestos a llenar las bodegas de su barco con un valioso cargamento de esclavos fuertes y vigorosos para llevar al Nuevo Mundo. Allá, en el Nuevo Mundo, cientos de ansiosos compradores esperaban tan preciada mercancía. Le llamaban Nuevo Mundo con mayúsculas pero era igual de viejo que el otro, lo de nuevo es porque ellos no lo conocían antes. Llegaron allí, les gustó y se lo quedaron. Este Nuevo Mundo es verdad que estaba menos usado que el otro, más natural y salvaje. Así que para recuperar el tiempo perdido y gastarlo para que cuanto antes se igualara con el viejo, era necesaria mucha mano de obra, a poder ser gastando poco dinero, con la que explotar todos los recursos y bienes que los nativos aún conservaban. Entonces se optó por que la mano de obra fuese gratis.

Voy a contar ahora cómo el hombre blanco capturó al negrito Cualquiera. Al negrito Cualquiera le atizaron una pedrada en la cabeza mientras defecaba tras el tupido follaje selvático. Nunca supo lo que había pasado. Él se esforzaba por evacuar sus excrementos y de repente sintió un golpetazo seco en la cabeza. ¡Dios mío!, pensó para sí, se me ha reventado una vena en la cabeza con el esfuerzo, me muero, y perdió el conocimiento.

Cuándo abrió los ojos estaba encadenado en una oscura y maloliente bodega de barco negrero. Tal vez aquello fuera el infierno, al que había ido a dar con sus huesos por ensuciar con sus miserias algún lugar sagrado que él desconocía. Mucho tiempo tardó el negrito en descubrir que aquello no era el infierno, que no había muerto por un derrame cerebral, que todos aquellos negros y negras que lo acompañaban encadenados como él seguían en este mundo, que aquella bestia de cien quilos de peso que manejaba el látigo también era de este mundo y que todos aquellos demonios blancos que los maltrataban nada tenían que ver con el más allá.

La travesía resultó penosa. Sólo aquel privilegiado que haya podido disfrutar de las comodidades y placeres que un barco negrero puede ofrecer, que haya realizado el viaje en sus bodegas, puede tener un concepto claro de lo que significa la travesía. Hoy en día, con el progreso, la civilización, la globalización, los derechos humanos, las libertades y la bondad de occidente, la cosa ha cambiado mucho. Ya no tiene que ir el blanco a buscarlos. Ellos solitos, abonando el pasaje, hacen la travesía en cualquier barcucho o cascarón que flote. Tan hacinados como entonces y jugándose el pellejo. Eso sí, sin látigo. Volvamos al negrito. Mientras la travesía duró, consiguió Cualquiera apartar de su cabeza los dolorosos recuerdos de su amada tierra, de su familia, del hermoso futuro que antes le esperaba, de tantas maravillas como tenía reservadas para él su antiguo destino. Pudo apartarlo de su cabeza porque no había sitio en ella. Sólo dos ideas tenían sitio en aquella cabeza. Una, escurrir el bulto cuando los blancos decidían amenizarse el viaje a costa de la mercancía. Dos, un sueño, un deseo, ver algún día al energúmeno del látigo clavado en la punta de una lanza con el látigo atado a sus gónadas. Cuánto tiempo duró este viaje es cuestión que dejaré a la iniciativa del lector, cada cual diga los días que crea más convenientes de acuerdo con sus conocimientos y el sadismo del individuo. Natural es pensar que la travesía estuviera salpicada de violaciones, festival de latigazos, paso de negros por la quilla, negros inservibles arrojados al mar, salvajes apuestas entre curtidos marinos, rifa de bofetadas, golpes de machete, didácticos juegos sobre cubierta y un sin fin de actividades para hacer más agradable y llevadero el tedioso viaje. Yo no me voy a extender porque me mareo cuando monto en barco. Yo soy de tierra adentro.

Llegó al nuevo mundo el negrito y los que con él viajaban. Bajaron del barco con el mismo cariño con que subieron, con el energúmeno del látigo para eliminar galbanas indeseables. Todos fueron conducidos a lindos corrales donde, uno a uno, fueron examinados, contados, recontados y obsequiados con unos groseros grilletes que acabaron de persuadir a la tribu sobre estúpidas ideas de libertad. Porque algunos negritos, a pesar del pánico, del látigo y de no saber hacia dónde correr, son lo suficientemente inconscientes como para intentar la huida, para ponerse a correr desesperadamente y lanzarse al mar para volver nadando a su tierra, olvidando que para que la huida tenga éxito es imprescindible que el estómago se sienta solidario con el plan. Ya sabemos todos cuán insolidario es el estómago. Un negrito huido, que además es sorprendido robando comida, se enfrenta a una comprometida situación y a un castigo acorde con la originalidad de su escapada, porque el blanco da un enorme valor a la iniciativa e imaginación. Aunque los negritos no lo sabían aquello que allí se estaba organizando era una subasta y por eso al negrito Cualquiera, joven y fuerte, los blancos lo examinaban detenidamente, le miraban los dientes y otras partes menos duras y palmoteaban alegremente todo su cuerpo.

Sin saber cómo ni por qué Cualquiera había ido a parar al duro suelo de aquella carreta, el lugar más agradable en mucho tiempo. Con su traqueteo y su vaivén el negrito se quedó profundamente dormido. Con él en la carreta viajaban tres de aquellos peligrosos blancos, orgullosos con su flamante adquisición, pelando su gordo culo contra las tablas del pescante. Tanto duraba el viaje que el negrito creyó que volvían a su tribu en la carreta y que, si seguía prolongándose, acabaría dándole relevo a la vieja yegua que tiraba de aquel artefacto. Una cosa era cierta, desde que estaba en la carreta, no había recibido ni un latigazo y eso era cosa de gran importancia para una criatura que, como él, estaba en el infierno. El viaje en carreta terminó en una grande y bonita hacienda. Nunca el hechicero de su querida tribu le dijo que en el infierno pudiera haber árboles tan grandes y bonitos, frescas y verdes tierras, cielos luminosos, aire puro y sin embargo allí estaba él, en aquel bonito infierno llenito de blancos demonios por todas partes. Comenzó aquí el largo proceso de transformar a un futuro jefe de tribu en obediente y servicial mozo de cuadras, a un salvaje africano en civilizado y laborioso peón, algo que sólo con el cariño y la comprensión del hombre blanco se puede conseguir. Con eso y con el maestro por excelencia, el látigo. Largo fue el camino a recorrer y muchas las enseñanzas que Cualquiera tuvo que asimilar hasta que los blancos lo consideraron animal doméstico, es decir, que obedece y se somete a nuestros deseos sin necesidad de recurrir a la violencia. Violencia de la que el negrito Cualquiera recibió sus correspondientes y generosas dosis, en las que yo no voy a recrearme para no dar al relato tinte de tragedia que podría perturbar nuestra inocente y ejemplar existencia, convirtiendo un bonito cuento en una desagradable crónica de sucesos, donde las conductas aberrantes y depravadas de unos pocos sacian el morbo de pervertidos lectores entre los que, ni remotamente, nos encontramos nosotros. Pasó el negrito Cualquiera tiempos duros física y síquicamente. Continuos cambios en su estado de ánimo. De malo a muy malo. De muy malo a peor. De peor a peligroso. De peligroso a senil. De senil a delirante. De delirante a apático. De apático a malo y vuelta otra vez al fantástico carrusel de la locura del que a punto estuvo de no bajar. Sin embargo todo lo superó el negrito Cualquiera, todo lo aprendió y consiguió, dentro de lo que cabe, civilizarse. Aprendió el extraño idioma de los blancos y sus costumbres. Aceptó vestirse con sus ropas y aprendió a comer con aquellas herramientas absurdas. Daba los buenos días a sus amos con exquisita educación y hasta consiguió caerle simpático al barbudo capataz. Cualquiera era un negrito inteligente y capaz y por eso aprendió pronto a sobrevivir sin latigazos en el infierno.

 Todo cambió para Cualquiera aquel preciso día en que sus amos decidieron adquirir una joven esclava en una plantación cercana. Él se pasaba el día atendiendo las cuadras y no se enteró de la novedad hasta que llegó a su barraca. Entro en ella dispuesto a dar descanso a su negro cuerpo pero lo que le dio fue un amago de infarto. Allí en su barraca había una negrita. Un pedazo de África dormía profundamente en su barraca. Olvidándose de toda la educación que con tanto  esmero había recibido, empezó a resoplar como un poseso sin saber qué hacer, dando vueltas por la barraca sin creerse lo que estaba viendo y, claro, la negrita se despertó. ¿Era real aquel negro que resoplaba por la barraca como un globo deshinchándose? Sí, era real y preguntaba ¿Quién eres? ¿De dónde has salido? ¿Qué fue lo que hiciste en tu vida para venir al infierno? ¿Y ahora dónde duermo yo? La negrita fue quien sacó a Cualquiera de su prolongado error, ella le explicó que ninguno de los dos estaba muerto y que aquella generosa tierra no era el infierno. Aquello dejo aturdido al negrito y cuándo, después de mucho hablar, cayeron rendidos, Cualquiera volvió a dormir de nuevo vivo, sabiendo que no estaba en el infierno pero sin creerse del todo que aquellos blancos no fueran demonios.

Todo su tiempo libre lo empleaba el negrito en correr junto a la negrita a darle conversación y los días empezaban a tener un agradable anochecer en su compañía. Era una muy linda negrita, de cuerpo esbelto y generoso en su justa medida, con su mirada salvaje y luminosa, su naricita respingona, sus labios gordezuelos y con un par de…tet…ojos preciosos. Una estupenda razón para aceptar, con algo más de optimismo, la dura vida de esclavo. Pasó el tiempo, se fueron conociendo negros y blancos y hasta cariño, o algo parecido, se tenían. Cada uno cumplía con sus obligaciones y la convivencia rozaba la perfección, si la miramos desde la perspectiva del blanco. La convivencia rozaba la perfección y la vida sexual de la pareja negra también la rozaba. Solo la práctica continuada de un ejercicio conduce a ejecutarlo con perfección y así los negritos se entregaron a la práctica, lograron la perfección y la negrita quedó preñada. Aquello fue una alegría para todos, blancos y negros. Desterró para siempre el látigo y las amenazas, proporcionó un nuevo y más amplio barracón para los negritos y durante nueve meses convirtió a Cualquiera en un amoroso hombre-flan. Parió por fin la negrita Mami, que así voy a llamarla haciendo alarde de imaginación y originalidad. Parió mientras Cualquiera daba vueltas alrededor del barracón sin entender por qué las mujeres no lo dejaban ayudar a sacar al mundo a su hijo, si él era quien lo había metido allí. Salió al mundo su precioso hijo y convirtió a Cualquiera y a Mami en amorosos padres y lo que había empezado con dos salvajes en la bodega de un barco negrero, apuntaba ahora a una feliz “familia afroamericana” en América, tierra de promisión. Todo es posible en América.

Así, con estos mimbres, el paso del tiempo, la bondad del hombre blanco para conceder derechos y aceptar como iguales a sus semejantes y algunas cosillas más sin importancia,  se convirtió Cualquiera, heredero a la jefatura de su tribu africana, en un respetado y ejemplar esclavo americano, en padre de civilizados hombres y mujeres de color, en abuelo del primer negro que se compró un coche, en patriarca de toda una estirpe de ciudadanos que pudieron escoger su propio destino y tuvieron la libertad para decidir si cursaban estudios universitarios o se pasaban el tiempo fumando crack.

Haya salud y suerte.

 

CAPERUCITA COJA

Érase una vez una estupenda mocita. Era una mocita buena, era lista, miope (casi ciega) y coja. Caperucita se llamaba. Vivía con sus papás en una preciosa aldea situada, no sé exactamente donde estaba situada. En su aldea tenían la bonita costumbre de, cada 29 de febrero, preparar un generoso canastillo con todo tipo de viandas, ricos dulces y deliciosas galletitas que las mocitas llevaban a sus abuelitas. Todas las abuelitas, todas, vivían en acogedoras cabañas situadas en lo profundo de un precioso bosque cercano infestado de lobos. El cómo pudo tan idílico lugar dar cobijo a tanta bestia ha sido un misterio hasta nuestros días. El caso es que una vez que los lobos se percataron de la bonita costumbre, esta se convirtió en una correría desenfrenada de mocitas cuyo único objetivo era salvar el culo del festival de mordiscos en que se convertía el bosque. No hace falta decir que las mocitas de la aldea destacaban entre todas las de la comarca por su agilidad, potencia y por alcanzar velocidades dignas de la mejor de las olimpiadas, porque gran parte del tiempo comprendido entre cada 29 de febrero y el siguiente, se lo pasaban practicando artes marciales y entrenando la huida, la esquiva y el sálvese quien pueda. Así Caperucita, coja y medio ciega, se veía en clara desventaja entre todas las de la aldea, que más parecían gacelas, y ya los lobos empezaban a mostrar una sospechosa inclinación a correr detrás de ella y olvidar a las demás. Era costumbre también que las mocitas participaran en “la carrera de las cestas” desde que cumplían diez años hasta el día en que anunciaban su compromiso formal de matrimonio, cuándo el mozo en cuestión pedía su mano. Petición que siempre había obtenido el deseado consentimiento, sin que se conociera caso alguno de pretendiente rechazado viniese de dónde viniese y dándose otros en que se apalabraban matrimonios antes de que la mocita en cuestión supiera andar siquiera. Porque la perspectiva de pasarse la juventud correteando delante de los lobos, ayudaba mucho a mirar con buenos ojos al mozo solicitante.

Lejos de allí, en otra bonita aldea, vivían un riquísimo comerciante, su mujer y su hijo Feodoro. Feodoro era un joven valiente y de noble corazón, pero estas y otras virtudes que poseía pasaban desapercibidas ante el protagonismo que ejercía su feo rostro. Cuándo su madre lo trajo al mundo, su padre, al verlo por primera vez, quiso matarlo creyendo que alguna alimaña se había comido a su pequeño y estaba durmiendo en su cunita. Trabajo les costó a sus criados convencerlo de que aquel pequeño monstruo era su hijo y que en pocos días su rostro cambiaría para convertirse en un guapo mocetón. Pero los días se convirtieron en años y el mocetón en un monstruo. Feodoro nunca fue a la escuela, se educó en casa, los demás niños se negaron a compartir clase con aquel fenómeno. Pasaba el tiempo y su padre veía apesadumbrado que la inmensa fortuna, que con tanto trabajo había reunido, no iba a tener más heredero que su feo hijo y propuso a Feodoro la única solución que él creía posible. Irían a pedir la mano de una de las mocitas que cada 29 de febrero participaba en “la carrera de las cestas”. Y así fue como se presentaron en la bonita aldea, esa que no sé muy bien dónde estaba, Feodoro, su papá, su mamá y un puñado de criados con ricos presentes para la afortunada mocita.

Siete eran las mocitas que por aquel entonces participaban en la curiosa tradición y, sin pérdida de tiempo, la familia se dirigió a casa de una de ellas.

—Dios guarde a los que habitan esta casa. Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija, a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchacho de corazón valiente, noble, cariñoso con los suyos y posee fortuna que no ha de gastar aunque tres veces viviera.

Después de oír esto, los padres de la mocita no dudaban en consentir, pero su hija, histérica perdida, juraba y perjuraba que se mataría si la entregaban en matrimonio a aquel engendro. Prefería correr entre los lobos hasta los ochenta años antes que aquello.

Rechazada así la comitiva, se dirigió a casa de la segunda de las mocitas.

—Dios guarde a los que habitan esta casa. Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija, a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchacho de corazón valiente, noble, cariñoso con los suyos y posee fortuna que no ha de gastar aunque tres veces viviera.

La segunda mocita se quedó pálida y con un hilo de voz dijo a sus papás.

—Yo no he corrido entre las fauces de los lobos para terminar a los pies de semejante criatura. Si consentís mi matrimonio me negaré a daros un solo nieto que pueda parecerse a su padre y yo misma me mataré.

Con la segunda negativa, sospechando que habría una tercera, se fueron a casa de la tercera mocita.

—Dios guarde a los que habitan esta casa, Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija, a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchach

Aquí se oyó un portazo y se vio un reguero de polvo que se perdía en lontananza.

Por seis veces lo intentaron aquel día sin tener éxito y decidieron dejar para el día siguiente la última de las visitas, la visita a la casa de Caperucita Coja. Cansados y desanimados se fueron todos a la posada. La séptima visita tendría que esperar, pues el día siguiente era viernes 29 de febrero. Un viernes de Cestas. La posada era un hervidero de gentes venidas de todos los puntos cardinales, los cuatro, para asistir a “la carrera de las cestas”. La carrera dio comienzo, como siempre, a las doce en punto, mediodía. Siete mocitas se internaron en el bosque como siete rayos. Siete canastillos para siete abuelitas. Mientras, en la plaza de la aldea y su cantina, todos los vecinos y visitantes esperaban nerviosos el regreso de las participantes. Comían, bebían y cruzaban apuestas sobre el orden y estado en que regresarían las mocitas. No era la primera vez que alguna mocita se quedaba por el camino, entre las fauces de las bestias.

A las cuatro de la tarde empezaron a regresar las mocitas, todas ellas sudorosas y rojas como tomates. Circunstancia esta por la que en algunos lugares la mocita que participaba en esta curiosa carrera era conocida como Caperucita Roja, de ahí el cuento sucedáneo y pastelero que nos han endosado desde niños. A las cinco todas las mocitas habían regresado menos una, Caperucita Coja. La noticia corrió entre la multitud, los padres de Caperucita Coja pedían ayuda y todo el mundo se temió lo peor. Los padres de Feodoro veían esfumarse la última de sus esperanzas y nadie sabía muy bien qué hacer. Ante el desconcierto, Feodoro se fue a la posada, cogió su hacha de leñador y se encaminó al bosque.

-Voy a relatar ahora cómo pudo el lobo feroz zamparse a Caperucita Coja-. A las doce de la mañana, cuándo las siete mocitas entraban en el bosque como siete rayos, ya el lobo feroz esperaba la llegada de Caperucita disfrazado con ropas de la abuela y recostado en su cama. No se había comido a la abuela porque no estaba en casa. La abuela se había largado tres semanas antes con un marino mercante, alias Popeye, perdidamente enamorada. Es verdad que podía haber avisado a los suyos y evitar así que Caperucita se jugara el culo en el bosque, pero tampoco es de extrañar si tenemos en cuenta que en esta comarca, los padres y madres, mandan a las niñas a correr entre lobos feroces mientras las apuestas suben allá en la tasca. Son costumbres. Caperucita, después de cruzar el bosque como una centella coja y esquivar más de una emboscada, logró alcanzar la casa de su abuelita y cerrar la puerta creyéndose a salvo. Caperucita Coja, que era muy corta de vista, no se percató de que lo que ella creía su abuelita acostada era en realidad el lobo feroz. El animal esperaba pacientemente a que Caperucita decidiera ponerse cómoda y deshacerse del peligroso callado que más de una vez la había librado de ser devorada. En el momento en que Caperucita quedó desarmada y distraída el lobo se abalanzó sobre ella, que sorprendida, casi ciega y coja nada pudo hacer, y se la comió de un bocado. La pitanza dejó al lobo feroz un estómago muy pesado. Porque a Caperucita, el lobo feroz, se la comió entera, sin masticar, como si fuera una serpiente pitón. Esto los lobos no lo habían hecho nunca. Hasta este cuento. Los lobos siempre han comido a mordiscos y destrozando huesos y carne. Lo que come un lobo no hay forma de volver a componerlo cuando le vacías la barriga. Pero los lobos de esta comarca no comen así, lo comen todo de un bocado. Es otra más de las peculiaridades de esta comarca.

Feodoro caminaba con su hacha hacia el bosque y la multitud se apartaba a su paso porque no eran capaces de imaginar lo que podía hacer con un hacha un hombre tan feo. Caminó por el bosque hacia la casa de la abuelita sin que nada perturbase su marcha. Ningún lobo pensaba comerse aquello aunque no hubiese llevado hacha. Cuándo entró en la casa, el lobo feroz roncaba plácidamente con su panza hacia el techo y solamente abrió uno de sus ojos para comprobar quién osaba interrumpir su digestión. Lo que vio fue el repulsivo rostro de Feodoro que lo miraba fijamente. Con los excesos culinarios de la mañana la bestia apenas podía moverse y nada pudo hacer para evitar que Feodoro acabara la faena con un certero golpe de hacha y otros muchos no tan certeros pero igual de peligrosos. Caperucita Coja, que como ya sabemos padecía una miopía más que importante, no pareció percatarse de la fealdad de su príncipe salvador ni de lo cerca que estuvo de morir descuartizada a machetazos en la refriega.

Los dos volvieron al pueblo con la piel de la bestia y fueron recibidos con enorme alegría y contento. Todo el mundo quería escuchar el relato de los hechos pero nadie se atrevía a preguntar a Feodoro, un hombre con un hacha, ensangrentado de pies a cabeza y tan feo. Fue Caperucita la que, con todo tipo de adornos caballerescos, contaba como su príncipe había arriesgado la vida y, luchando con cientos de salvajes fieras, había conseguido liberarla de un destino fatal. Así encontró Feodoro una mocita con quien desposarse y Caperucita Coja un príncipe que la retiró para siempre de “la carrera de las cestas”.

Caperucita Coja y Feodoro vivieron felices. Unos años. Hasta que llegó al pueblo un optometrista.

Haya salud ysuerte.