DOS + DOS = CINCO

Voy a ser sincero. A mí la crisis me importa un bledo. Yo siempre he vivido en ella. Ya me importaba un bledo antes, cuando otros contaban las vacas gordas. Cuando vivían y gastaban lo que no tenían, cuando derrochaban los recursos y dineros propios y ajenos. A mí me importan los pobres, la gente que se queda sin trabajo y desciende ladera abajo, los desheredados y esos jóvenes a los que una panda de progenitores egoístas han dejado con el culo al aire, pero ya me importaban antes, cuando eran menos y nadie quería verlos. A mí me importa un bledo esta crisis de ciegos, de los que no quisieron ver ni pensar por cuenta propia y dejaron que otros, usureros, interesados y regentes, regalaran sus oídos con ganancias y prebendas de un mundo de avarientas quimeras. La crisis de los que quisieron escuchar los cantos de sirena de algún palurdo banquero que vendía los duros a cuatro pesetas. Aquellos que sumaron dos y dos y engordaron el cuatro para que sonara como un cinco. Los que mordieron más de lo que podían tragar. Los que olvidaron las sensatas palabras del abuelo y creyeron a pies juntillas lo que decía una televisión infestada de serviles tiralevitas.
Me importa un bledo esta crisis de llorones impenitentes buscando indignados el culpable de su propia codicia. Ahora llegan lamentos, rechinar de dientes y teatrales gestos. ¡Santo Dios! ¡La crisis!, esta crisis que nos azota, dicho así, como si hubiera aparecido de pronto. Pues no, no ha aparecido de pronto, estaba aquí y muchos vivían en ella, pero no parecía importar a nadie. Ahora, de pronto, todo el mundo quiere una explicación y un culpable de que dos y dos no sean cinco. Dos más dos siempre fueron cuatro, queridos burros.
Haya salud y suerte.

SE ME FUE DE LAS MANOS

A mí me parió mi madre en casa, por no haber otro mejor lugar ni más propicio para traer un hijo al mundo y porque no era entonces costumbre ni obligación marchar a parir lejos, entre sabihondos extraños. Mi madre me tuvo y mi abuela me sostuvo, inútil como llegué, que nací sin yo quererlo ni tener voluntad de ello, entre gentes de confianza que de buen grado vinieron a darme recibimiento y a dar descanso a mi madre, que el trabajo y los dolores los traje yo por maleta. Nací en un tiempo pasado que poco o nada tenía en común con el presente. Casi cincuenta años hace ya de tan señalado día, señalado por ser yo quien esto escribe, que no sé si otro nadie por señalado lo tiene, y desde entonces mucho han cambiado las cosas sin que tenga yo nada que ver en ello, ni se me pueda achacar culpa alguna, que bien sabe Dios que lo que es por colaborar en semejante cambio, poco o nada he puesto yo de propia voluntad, que a mí gustábame más el mundo como era que como ahora lo sufro.
Yo, como más atrás se dijo, nací en casa y en ella me crié, que allí hacía vida mi madre y a su vera eché los dientes con los que aún hoy me alimento. A gatas la anduve entera desde una parte a la otra y en ella aprendí a hablar, a comer por cuenta propia, a vestirme sin criada y a ser párvulo cabal que, obedeciendo a su madre y siguiendo sus consejos, pudiera algún día tenerse por educada y buena persona. Otros, por tener peor suerte o madres menos capaces, por bestias pueden tenerse, que en todo se asemejan a las que en la jungla nacieron.
Dicho esto, y puesto en el mundo a la fuerza, hice cuanto pude por ser agradable a los ojos de los que conmigo lo compartían, y en ello perdí mucha parte del tiempo que para vivir tengo asignado. Que son tantos y tan variados los que en esta vida he tropezado, que no hay forma ni manera de satisfacer a unos sin defraudar a los otros. Así, para cuando abandone este proceder, ya tenía consumida buena parte del tiempo que me correspondía sin haber hecho trabajo alguno en lo que a mí me agradaba. Es el caso que, a día de hoy, pienso y creo que venimos al mundo para hacer aquello que sentimos y tenemos dentro, y no lo que por doctrina, costumbre y catequesis nos contagian desde fuera. Yo no sé si existe ese Dios que tanto mientan, yo creo en otro más cercano y natural. Sea cual sea el Dios al que he de rendir cuentas, uno u otro, no me ha de preguntar: ¿Cuántos bienes acumulaste? ¿Cuán rico llegaste a ser? Esa es pregunta de Satanás, si es que existiera.
Yo quiero tener respuesta para otras preguntas, las que creo que se me harán, si es que hay que rendir cuentas, cuando mi vida termine: ¿Qué hiciste con lo que sentías, con el talento que te di? ¿Qué hiciste con tu albedrío? ¿Para qué sirvieron tus manos? Quiero tener respuesta.
¿A qué viene esto? Se pregunta alguno de los que aquí tienen los ojos puestos. -No tengo ni idea. Contesto yo.
Empecé a escribir con la intención de explicar el por qué de escribir, el por qué del dibujo, el por qué de la música. Con la intención de agradecer los comentarios que algunos volcáis en mi libreta eléctrica. Con intención de explicar que, vuestros comentarios, son el único pago que recibo por esta, buena o mala, labor. Quería daros las gracias, pero se me fue de las manos.
Haya salud y suerte.

ARDOR.

Ardor es calor grande. También encendimiento, enardecimiento de los afectos y pasiones. Después hay otro ardor, el ardor de estómago. Yo me considero aprendiz de casi todo, maestro, de nada. Sin embargo en el tema del ardor de estómago sí puedo decir que soy, muy a mi pesar, un experto. De la penosa y larga experiencia que como ardoroso tengo, surge el atrevimiento para componer estos apuntes que den público conocimiento a tan ardiente sapiencia. Expondré a continuación una serie de conocimientos para que otros, gratuitamente, puedan sacar provecho de ellos. A través de esta reflexión llegaremos a las tres reglas de oro del ardoroso y a conocer con más profundidad su mundo y vivencias.
Será lo primero dejar bien claros y establecidos los distintos niveles por los que ha de pasar el ardoroso en su camino hacia el quirófano. El ardor de estómago se cataloga, en orden a su intensidad y molestia, en cinco categorías.
1ª categoría: Sensación de ardor.
2ª categoría: Ardor ocasional.
3ª categoría: Ardor como rutina.
4ª categoría: El súper ardor.
5ª categoría: La barra de hierro incandescente.
1ª-La sensación de ardor: Las experiencias que habían de venir en este campo, y que yo entonces no sospechaba, hacen que hoy recuerde la sensación de ardor como algo casi agradable. Todo empieza con una suave e incómoda indisposición, un calorcito sospechoso que anida en nuestro interior, acurrucado, arropado por otra sensación, la de hartazgo. La sensación de ardor suele presentarse tras ingestas abusivas, aunque también puede presentarse por otras causas tales como el desorden etílico-festivo en las horas precedentes. La sensación de ardor es una advertencia, como he sabido después, pero yo nunca la tomé en cuenta. Deshacerse de esta sensación es relativamente fácil si tenemos a mano algo de bicarbonato, sal de frutas o alguna pastillita concebida a tal efecto. Esta facilidad resultó letal en mi caso.
2ª-El ardor ocasional: Cuando el paciente empieza a familiarizarse con la sensación de ardor, a convivir con ella, es cuando, ella, empieza a alternarse con el ardor ocasional. Un poco más de bicarbonato, o sal de frutas, o dos pastillas en lugar de una, también ocasionalmente, claro, y listo. El ardor ocasional es, como su nombre indica, aquel ardor que se presenta en ocasiones. Cuando, el presentarse en ocasiones, se transforma en que cualquier ocasión es buena para presentarse, llegamos al ardor como rutina. En este punto, las personas medianamente inteligentes introducen un cambio en su rutina alimenticia para evitar que la dolencia progrese. Yo no estoy entre ellas, por eso seguí avanzando en el escalafón.
3ª-El ardor como rutina: Hay ciertos síntomas o señales que identifican, sin género de duda, a los individuos que padecen esta dolencia. Es corriente entre estos individuos mostrar un exceso de voracidad a la mesa, poca o nula masticación y la falta de control sobre los mecanismos que advierten del llenado del estómago. En la guantera de su coche, en cualquiera de las chaquetas que cuelgan en su armario, en los pantalones que esperan lavadora, en un cajón de su oficina, en cualquier lugar que se encuentre en su radio de acción se hallarán remedios y pastillas contra el ardor. Un miope puede olvidar sus gafas, un fumador puede olvidar el tabaco, se puede olvidar el cumpleaños de tu pareja, un rato, no todo el día, no se debe. Un ardoroso nunca, jamás, bajo ningún concepto puede olvidar sus pastillas. Por eso siembra su entorno y enseres con tan valioso remedio, y este es la primera de las reglas de oro, el primer mandamiento de la ley del ardor: “sembrarás tu entorno y enseres con aquellos remedios y pócimas que te alivien de las penalidades que han de venir”.
Llegados a este punto, y con el ardor como rutina instalado en nuestras vidas, voy a relatar aquí como, por mi constancia, esfuerzo y tesón, conseguí dar un paso más y ascender al siguiente nivel.
4ª-El súper ardor: Así es como pasa. Ya el día anterior se ha padecido un ardor entre el noventa y el cien por cien de rendimiento. En las dos horas siguientes a la cena te administras, por vía oral, dos o más pastillitas para chupar. Al acostarte, otras dos. A las tres de la mañana te tomas otra para apagar las últimas brasas. Amanece un nuevo día sin rastro de calor en mi estómago. Procedo a desayunar como si tal cosa. Esto me proporciona un mediocre ardor matinal, un ardor que, a estos niveles en que nos movemos, carece de importancia. Cualquiera que tenga un mediano conocimiento sobre este asunto sabe que con la comida desaparece al ardor matinal. Unas veces desaparece con la nueva digestión, otras porque ha de dejar sitio a un ardor en condiciones, de verdad. Esto que cuento ocurrió en día festivo. No sé de qué fiesta o celebración estamos hablando, no lo recuerdo, pero estos días señalados hacen que las comidas también lo sean. Así es que me siento y zampo como un romano, pero sin vomitar. Por aquel entonces yo comía rápido, comía mucho. Era un placer para mi abuela y tías el verme comer. Siempre había una amorosa cacetada de más en mi sopa, una tajada sobrante que venía a dar a mi plato, un huérfano langostino que encontraba cobijo en mi regazo, una porción suplementaria de tarta, un nuevo pastel que probar. Es imposible que, tras esta comida, continúe activo el ardor matinal. Cuando finaliza la comida y me levanto de la mesa soy lo más parecido a un pez globo. Mi capacidad pulmonar se ha reducido a precario porque el ochenta por ciento de mi cuerpo es estómago. Camino lentamente en busca de un sofá, catre, o lecho donde llevar a cabo la operación serpiente pitón. Permanecer tres días haciendo la digestión. Cualquier brusquedad o sobresalto ahora mismo y entro en un coma digestivo que me lleva para el otro barrio. No me preocupa el ardor porque en estos momentos lo más posible es que me de un infarto. Pasada la primera hora, crítica, empiezo a respirar con normalidad. Aún no puedo cambiar de postura y siento una puntadita de dolor en la parte izquierda y alta del abdomen. Pasado un tiempo, no mucho, la puntadita se convierte en chispa. Una chispa, en un estómago lleno de comida y gases, provoca un incendio. El ardor ha comenzado. Como consecuencia primera siento sed. Tengo una sed horrible. Necesito agua, mucha agua. Agua que calme mi sed y apague este fuego que tengo en las entrañas. Al contrario de lo que uno siente, cree y espera, beber agua para calmar el ardor es como echar gasolina en una hoguera. Y esta es la segunda regla de oro, el segundo mandamiento de la ley del ardor: “el agua es al ardor, lo que la gasolina al fuego”.
Yo, que por aquel entonces ya conocía este segundo mandamiento, me bebo medio litro de agua, me trago dos pastillas y me vuelvo al sofá mientras chupo con deleite una tercera. En la tele están poniendo una de piratas. Saltan y brincan de un barco a otro con una agilidad pasmosa. Seguramente no tienen ardor. Yo sí. Voy a chuparme otra pastilla. Esto ya es un ardor de auténtico profesional.
Desde que acabé de comer han pasado cuatro horas y seis pastillas, sigo teniendo ardor pero ya no soy un pez globo. Tengo aquí a mi familia en amena conversación. Me meto en la conversación. Hablamos, cambiamos pareceres, picamos alguna fruslería, damos opiniones, damos voces, volvemos a dialogar. Todo muy fluido y ameno. A hora me toca hablar a mí, no pienso permitir que nadie me quite el turno, tengo un argumento irrefutable que exponer (yo no me acuerdo de qué hablamos). Cuando más apasionado estoy con mi argumento me tengo que callar. No puedo articular palabra. Me ha subido por el esófago hasta las cuerdas vocales y lo ha quemado todo. Era algo químico, un líquido abrasador. No puedo creer que mi cuerpo regurgite semejante ácido. Me abraso por dentro. Necesito agua. Ya sé. El agua es peligrosa, pero si no bebo agua es posible que mis cuerdas vocales no vuelvan a servir para nada. Olvidando todos mis conocimientos bebo otro medio litro de agua. ¡Qué fresquita! ¡Qué limpia! ¡Qué rica! ¿Cómo puede ser mala? Hombre.
Mi familia cena, yo no. Por algún proceso químico que desconozco, el agua que bebí se ha transformado en sangre de allien. Tengo la colada de unos altos hornos recorriéndome por dentro. Satanás se va a mudar a mis entrañas porque en ellas tengo el infierno. En cualquier momento se producirá la combustión espontánea de mi cuerpo y solo quedarán en el sofá un montón de cenizas negras y humeantes. Es el súper ardor.
5ª-La barra de hierro incandescente: Pasar del súper ardor a la barra de hierro incandescente requiere constancia, dedicación y unas altas dosis de bestialidad. Solo unos pocos portentos nos hemos atrevido a dar este paso sin vacilar. La barra de hierro incandescente entra por tu pecho a la altura de la boca del estómago, atraviesa tus entrañas y sale al exterior por tu espalda, entre los omoplatos. Está incandescente, al rojo vivo y así la sientes. Tiene la particularidad de interactuar con el súper ardor, es decir, que este no desaparece. El súper ardor trabaja a estómago lleno, la barra incandescente te atraviesa una vez se ha vaciado. Los primeros pasos con la barra de hierro incandescente son una prueba de fuego, nunca mejor dicho, para la salud mental. Cuando se vacía el estómago el súper ardor se calma. Un par de horas más tarde la barra incandescente aparece. A medida que pasa el tiempo sientes que te abrasa por dentro, te oprime, y notas la sensación de estar colgado de ella, que no llegas con los pies al suelo. Has de rechazar de inmediato la idea de ponerte cabeza abajo para aliviar esta sensación. Ponerse cabeza abajo es garantía de calcinar tu esófago, las cuerdas vocales y la campanilla con el caldo sulfúrico que regurgitas en cuanto la cabeza se coloca por debajo del estómago. Y esta es la tercera regla de oro, el tercer mandamiento de la ley del ardor: “Un ardoroso siempre ha de llevar la cabeza bien alta”.
La barra incandescente, en sus primeros pasos, también tiene la particularidad de aliviarse, y casi desaparecer, alimentándose. Qué cosa curiosa. Aportamos pues comida al estómago, desaparece la barra incandescente, la mosca detrás de la oreja, vuelve el súper ardor. Esto significa que cuando la barra incandescente regrese lo hará con más ímpetu si cabe. Subido en este carrusel, la locura es un destino más que posible.
La barra incandescente no respeta horarios ni costumbres, así que el estómago se vacía llega ella para llenarlo. No importa si es de día o es de noche. Fueron muchas las noches en que me vi cruelmente arrancado de los brazos de Morfeo, caminando pasillo arriba, pasillo abajo, soportando mi dolor. Paseo a oscuras, no enciendo la luz, no hace falta, con la hoguera que tengo en el estómago ilumino todo el edificio. Cuando la barra aparece la vida no es posible, la alegría se marchita, el tiempo se distorsiona, se parte en dos, tiempo con barra incandescente y tiempo esperando a que llegue. Yo aquí, llegados a este nivel, decidí abandonar. No sé si alguien ha conocido o llegado a un nivel superior. No sé si existe un nivel intermedio entre la barra de hierro incandescente y estar con tus tripas fuera sobre la mesa de un forense. Yo opté por el ayuno continuado y la dieta frutal y vegetariana que Doc me endosó. De esto hace ahora quince años. La barra incandescente ha vuelto a visitarme alguna que otra vez, porque soy algo bruto y desmemoriado.
Soy consciente de que ella sigue ahí, acurrucada en la oscuridad de la despensa, paciente y a la espera, calentita y abrasadora, lista para atravesarme en cuanto baje la guardia o cometa una torpeza.
Comer despacio, masticar bien, y haya salud y suerte.