Érase una vez una estupenda mocita. Era una mocita buena, era lista, miope (casi ciega) y coja. Caperucita se llamaba. Vivía con sus papás en una preciosa aldea situada, no sé exactamente donde estaba situada. En su aldea tenían la bonita costumbre de, cada 29 de febrero, preparar un generoso canastillo con todo tipo de viandas, ricos dulces y deliciosas galletitas que las mocitas llevaban a sus abuelitas. Todas las abuelitas, todas, vivían en acogedoras cabañas situadas en lo profundo de un precioso bosque cercano infestado de lobos. El cómo pudo tan idílico lugar dar cobijo a tanta bestia ha sido un misterio hasta nuestros días. El caso es que una vez que los lobos se percataron de la bonita costumbre, esta se convirtió en una correría desenfrenada de mocitas cuyo único objetivo era salvar el culo del festival de mordiscos en que se convertía el bosque. No hace falta decir que las mocitas de la aldea destacaban entre todas las de la comarca por su agilidad, potencia y por alcanzar velocidades dignas de la mejor de las olimpiadas, porque gran parte del tiempo comprendido entre cada 29 de febrero y el siguiente, se lo pasaban practicando artes marciales y entrenando la huida, la esquiva y el sálvese quien pueda. Así Caperucita, coja y medio ciega, se veía en clara desventaja entre todas las de la aldea, que más parecían gacelas, y ya los lobos empezaban a mostrar una sospechosa inclinación a correr detrás de ella y olvidar a las demás. Era costumbre también que las mocitas participaran en “la carrera de las cestas” desde que cumplían diez años hasta el día en que anunciaban su compromiso formal de matrimonio, cuándo el mozo en cuestión pedía su mano. Petición que siempre había obtenido el deseado consentimiento, sin que se conociera caso alguno de pretendiente rechazado viniese de dónde viniese y dándose otros en que se apalabraban matrimonios antes de que la mocita en cuestión supiera andar siquiera. Porque la perspectiva de pasarse la juventud correteando delante de los lobos, ayudaba mucho a mirar con buenos ojos al mozo solicitante.
Lejos de allí, en otra bonita aldea, vivían un riquísimo comerciante, su mujer y su hijo Feodoro. Feodoro era un joven valiente y de noble corazón, pero estas y otras virtudes que poseía pasaban desapercibidas ante el protagonismo que ejercía su feo rostro. Cuándo su madre lo trajo al mundo, su padre, al verlo por primera vez, quiso matarlo creyendo que alguna alimaña se había comido a su pequeño y estaba durmiendo en su cunita. Trabajo les costó a sus criados convencerlo de que aquel pequeño monstruo era su hijo y que en pocos días su rostro cambiaría para convertirse en un guapo mocetón. Pero los días se convirtieron en años y el mocetón en un monstruo. Feodoro nunca fue a la escuela, se educó en casa, los demás niños se negaron a compartir clase con aquel fenómeno. Pasaba el tiempo y su padre veía apesadumbrado que la inmensa fortuna, que con tanto trabajo había reunido, no iba a tener más heredero que su feo hijo y propuso a Feodoro la única solución que él creía posible. Irían a pedir la mano de una de las mocitas que cada 29 de febrero participaba en “la carrera de las cestas”. Y así fue como se presentaron en la bonita aldea, esa que no sé muy bien dónde estaba, Feodoro, su papá, su mamá y un puñado de criados con ricos presentes para la afortunada mocita.
Siete eran las mocitas que por aquel entonces participaban en la curiosa tradición y, sin pérdida de tiempo, la familia se dirigió a casa de una de ellas.
—Dios guarde a los que habitan esta casa. Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija, a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchacho de corazón valiente, noble, cariñoso con los suyos y posee fortuna que no ha de gastar aunque tres veces viviera.
Después de oír esto, los padres de la mocita no dudaban en consentir, pero su hija, histérica perdida, juraba y perjuraba que se mataría si la entregaban en matrimonio a aquel engendro. Prefería correr entre los lobos hasta los ochenta años antes que aquello.
Rechazada así la comitiva, se dirigió a casa de la segunda de las mocitas.
—Dios guarde a los que habitan esta casa. Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija, a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchacho de corazón valiente, noble, cariñoso con los suyos y posee fortuna que no ha de gastar aunque tres veces viviera.
La segunda mocita se quedó pálida y con un hilo de voz dijo a sus papás.
—Yo no he corrido entre las fauces de los lobos para terminar a los pies de semejante criatura. Si consentís mi matrimonio me negaré a daros un solo nieto que pueda parecerse a su padre y yo misma me mataré.
Con la segunda negativa, sospechando que habría una tercera, se fueron a casa de la tercera mocita.
—Dios guarde a los que habitan esta casa, Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija, a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchach
Aquí se oyó un portazo y se vio un reguero de polvo que se perdía en lontananza.
Por seis veces lo intentaron aquel día sin tener éxito y decidieron dejar para el día siguiente la última de las visitas, la visita a la casa de Caperucita Coja. Cansados y desanimados se fueron todos a la posada. La séptima visita tendría que esperar, pues el día siguiente era viernes 29 de febrero. Un viernes de Cestas. La posada era un hervidero de gentes venidas de todos los puntos cardinales, los cuatro, para asistir a “la carrera de las cestas”. La carrera dio comienzo, como siempre, a las doce en punto, mediodía. Siete mocitas se internaron en el bosque como siete rayos. Siete canastillos para siete abuelitas. Mientras, en la plaza de la aldea y su cantina, todos los vecinos y visitantes esperaban nerviosos el regreso de las participantes. Comían, bebían y cruzaban apuestas sobre el orden y estado en que regresarían las mocitas. No era la primera vez que alguna mocita se quedaba por el camino, entre las fauces de las bestias.
A las cuatro de la tarde empezaron a regresar las mocitas, todas ellas sudorosas y rojas como tomates. Circunstancia esta por la que en algunos lugares la mocita que participaba en esta curiosa carrera era conocida como Caperucita Roja, de ahí el cuento sucedáneo y pastelero que nos han endosado desde niños. A las cinco todas las mocitas habían regresado menos una, Caperucita Coja. La noticia corrió entre la multitud, los padres de Caperucita Coja pedían ayuda y todo el mundo se temió lo peor. Los padres de Feodoro veían esfumarse la última de sus esperanzas y nadie sabía muy bien qué hacer. Ante el desconcierto, Feodoro se fue a la posada, cogió su hacha de leñador y se encaminó al bosque.
-Voy a relatar ahora cómo pudo el lobo feroz zamparse a Caperucita Coja-. A las doce de la mañana, cuándo las siete mocitas entraban en el bosque como siete rayos, ya el lobo feroz esperaba la llegada de Caperucita disfrazado con ropas de la abuela y recostado en su cama. No se había comido a la abuela porque no estaba en casa. La abuela se había largado tres semanas antes con un marino mercante, alias Popeye, perdidamente enamorada. Es verdad que podía haber avisado a los suyos y evitar así que Caperucita se jugara el culo en el bosque, pero tampoco es de extrañar si tenemos en cuenta que en esta comarca, los padres y madres, mandan a las niñas a correr entre lobos feroces mientras las apuestas suben allá en la tasca. Son costumbres. Caperucita, después de cruzar el bosque como una centella coja y esquivar más de una emboscada, logró alcanzar la casa de su abuelita y cerrar la puerta creyéndose a salvo. Caperucita Coja, que era muy corta de vista, no se percató de que lo que ella creía su abuelita acostada era en realidad el lobo feroz. El animal esperaba pacientemente a que Caperucita decidiera ponerse cómoda y deshacerse del peligroso callado que más de una vez la había librado de ser devorada. En el momento en que Caperucita quedó desarmada y distraída el lobo se abalanzó sobre ella, que sorprendida, casi ciega y coja nada pudo hacer, y se la comió de un bocado. La pitanza dejó al lobo feroz un estómago muy pesado. Porque a Caperucita, el lobo feroz, se la comió entera, sin masticar, como si fuera una serpiente pitón. Esto los lobos no lo habían hecho nunca. Hasta este cuento. Los lobos siempre han comido a mordiscos y destrozando huesos y carne. Lo que come un lobo no hay forma de volver a componerlo cuando le vacías la barriga. Pero los lobos de esta comarca no comen así, lo comen todo de un bocado. Es otra más de las peculiaridades de esta comarca.
Feodoro caminaba con su hacha hacia el bosque y la multitud se apartaba a su paso porque no eran capaces de imaginar lo que podía hacer con un hacha un hombre tan feo. Caminó por el bosque hacia la casa de la abuelita sin que nada perturbase su marcha. Ningún lobo pensaba comerse aquello aunque no hubiese llevado hacha. Cuándo entró en la casa, el lobo feroz roncaba plácidamente con su panza hacia el techo y solamente abrió uno de sus ojos para comprobar quién osaba interrumpir su digestión. Lo que vio fue el repulsivo rostro de Feodoro que lo miraba fijamente. Con los excesos culinarios de la mañana la bestia apenas podía moverse y nada pudo hacer para evitar que Feodoro acabara la faena con un certero golpe de hacha y otros muchos no tan certeros pero igual de peligrosos. Caperucita Coja, que como ya sabemos padecía una miopía más que importante, no pareció percatarse de la fealdad de su príncipe salvador ni de lo cerca que estuvo de morir descuartizada a machetazos en la refriega.
Los dos volvieron al pueblo con la piel de la bestia y fueron recibidos con enorme alegría y contento. Todo el mundo quería escuchar el relato de los hechos pero nadie se atrevía a preguntar a Feodoro, un hombre con un hacha, ensangrentado de pies a cabeza y tan feo. Fue Caperucita la que, con todo tipo de adornos caballerescos, contaba como su príncipe había arriesgado la vida y, luchando con cientos de salvajes fieras, había conseguido liberarla de un destino fatal. Así encontró Feodoro una mocita con quien desposarse y Caperucita Coja un príncipe que la retiró para siempre de “la carrera de las cestas”.
Caperucita Coja y Feodoro vivieron felices. Unos años. Hasta que llegó al pueblo un optometrista.
Haya salud ysuerte.
Jajaja. Que final, apoteósico.