CAPERUCITA COJA

Érase una vez una estupenda mocita. La mocita era buena, era lista, era miope y era coja. Vivía con sus papás en una preciosa aldea al sur del norte, es decir, en el medio. En su aldea tenían la bonita costumbre de, una vez cada cincuenta días, preparar un generoso canastillo con ricos dulces y deliciosas galletitas, para que las mocitas se lo llevaran a sus abuelitas, que vivían todas en acogedoras casitas repartidas por un bosque cercano infestado de lobos. El cómo pudo tan idílico lugar dar cobijo a tanta bestia ha sido un misterio hasta nuestros días. El caso es que una vez que los lobos, que no son tontos, se percataron de la bonita costumbre, esta se convirtió en una correría desenfrenada de mocitas cuyo único objetivo era salvar el culo del festival de mordiscos en que se convertía el bosque
No hace falta decir que las mocitas de la aldea destacaban entre todas las de la comarca por su agilidad y potencia y por alcanzar velocidades dignas de la mejor de las olimpiadas.
Así Caperucita Coja se veía en clara desventaja entre todas aquellas mocitas, que más parecían gacelas, y ya los lobos empezaban a mostrar una sospechosa inclinación a correr detrás de ella y olvidar a las demás.
Era costumbre también que las mocitas participaran en “la carrera de las cestas” hasta el día en que anunciaban su compromiso formal de matrimonio, cuando el mozo en cuestión pedía su mano. Petición que siempre había obtenido el deseado consentimiento, sin que se conociera caso alguno de pretendiente rechazado y dándose otros en que se pedía la mano de mocitas que ni siquiera sabían hablar.
Lejos de allí, en otra bonita aldea, vivían un riquísimo comerciante, su mujer y su hijo Feodoro. Feodoro era un joven valiente y de noble corazón, pero estas y otras virtudes que poseía pasaban desapercibidas ante el protagonismo que ejercía su feo rostro. Cuando su madre lo trajo al mundo, su padre, al verlo por primera vez, quiso matarlo creyendo que alguna alimaña se había comido a su pequeño y estaba durmiendo en su cunita. Trabajo les costó a sus criados convencerlo de que aquel pequeño monstruo era su hijo y que en pocos días su rostro cambiaría para convertirse en un guapo mocetón.
Pero los días se convirtieron en años y su rostro no cambió. Feodoro nunca fue a la escuela, se educó en casa, los demás niños se negaron a compartir clase con aquel fenómeno. Pasaba el tiempo y su padre veía apesadumbrado que la inmensa fortuna, que con tanto trabajo había reunido, no iba a tener más heredero que su feo hijo, y propuso a Feodoro la única solución que él creía posible. Irían a pedir la mano de una de las mocitas que, cada cincuenta días, participaba en “la carrera de las cestas”.
Y así fue como se presentaron en la bonita aldea Feodoro, su papá, su mamá y un puñado de criados con ricos presentes para la afortunada mocita.
Siete eran las mocitas que por aquel entonces participaban en la curiosa tradición y sin pérdida de tiempo, la familia se dirigió a casa de una de ellas.
-Dios guarde a los que habitan esta casa. Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchacho de corazón valiente, noble, cariñoso con los suyos y posee fortuna que no ha de gastar aunque tres veces viviera.
Después de oír esto, los padres de la mocita no dudaban en consentir, pero su hija, histérica perdida, juraba y perjuraba que se mataría si la entregaban en matrimonio a aquel engendro. Prefería correr entre los lobos hasta los ochenta años antes que aquello.
Rechazada así la comitiva, se dirigió a casa de la segunda de las mocitas.
-Dios guarde a los que habitan esta casa. Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchacho de corazón valiente, noble, cariñoso con los suyos y posee fortuna que no ha de gastar aunque tres veces viviera.
La segunda mocita se quedó pálida y con un hilo de voz dijo a sus papás.
-Yo no he corrido entre las fauces de los lobos para terminar a los pies de semejante criatura. Si consentís mi matrimonio me negaré a daros un solo nieto que pueda parecerse a su padre y moriré de pena.
Con la segunda negativa, sospechando que habría una tercera, se fueron a casa de la tercera mocita.
—Dios guarde a los que habitan esta casa, Venimos de lejos para pedir la mano de vuestra hija a la que nada ha de faltar si consiente en desposarse con mi hijo Feodoro, que es muchacho de cora
Aquí se oyó un portazo y se vio un reguero de polvo que se perdía en lontananza.
Por seis veces lo intentaron aquel día sin tener éxito y decidieron dejar para el día siguiente la última de las visitas, la visita a la casa de Caperucita Coja. Cansados y desanimados se fueron todos a la posada y allí supieron que la séptima visita tendría que esperar, el día siguiente era viernes. Viernes de Cestas. La posada era un hervidero de gentes venidas de todos los puntos cardinales, los cuatro, del norte, del sur, del este y del oeste para asistir a “la carrera de las cestas”.
La carrera dio comienzo, como siempre, a las doce en punto, mediodía. Siete mocitas se internaron en el bosque como siete rayos. Siete canastillos para siete abuelitas. Mientras, en las eras de la aldea, todos los vecinos y visitantes esperaban nerviosos el regreso de las participantes. Comían, bebían y cruzaban apuestas sobre el orden y estado en que regresarían las mocitas.
A las cuatro de la tarde empezaron a regresar las mocitas, todas ellas sudorosas y rojas como tomates, circunstancia esta por la que en algunos lugares la mocita que participaba en esta curiosa carrera, era conocida como Caperucita roja. A las cinco todas las mocitas habían regresado menos una, Caperucita Coja
La noticia corrió entre la multitud, los padres de Caperucita Coja pedían ayuda y todo el mundo se temió lo peor. Los padres de Feodoro veían esfumarse la última de sus esperanzas y nadie sabía muy bien qué hacer.
En esto estaban los asistentes cuándo en el linde del bosque apareció un gran lobo que erguido sobre sus patas traseras, poniendo las delanteras en jarras, les hacía gestos obscenos con las caderas.
Ante el desconcierto, Feodoro se fue a la posada, cogió su hacha de leñador y se encaminó al bosque.
Voy a relatar ahora cómo pudo el lobo feroz zamparse a Caperucita Coja
.A las doce de la mañana, cuando las siete mocitas entraban en el bosque como siete rayos, ya el lobo feroz se había zampado a la abuelita, que en un despiste propio de su edad olvidó cerrar la puerta de su acogedora casita, favoreciendo así los planes de la miserable bestia que, disfrazada con sus ropas y recostada en su cama, esperaba la llegada de su más deseada presa.
Caperucita Coja, después de cruzar el bosque como una centella y esquivar más de una emboscada, logró alcanzar la casa de su abuelita y cerrar la puerta creyéndose a salvo.
-Abuelita, aquí te traigo un canastillo con ricos dulces que mamá preparó para ti. Prepararé un caldito caliente y unas tostitas con tocino para comer. No puedo entretenerme.
Caperucita Coja, que era corta de vista, dio un beso al lobo feroz en el hocico pensando que era la abuelita.
-Caramba abuelita, deberías depilarte más a menudo.
El lobo nada contestó porque, digan lo que digan, los lobos no hablan ni han hablado nunca pero, como se había zampado a la abuelita, se le escapó un provechito que Caperucita interpretó como una respuesta. El animal esperaba pacientemente a que Caperucita decidiera ponerse cómoda y deshacerse del peligroso callado que más de una vez la había librado de ser devorada. En el momento en que Caperucita quedó desarmada y distraída, el lobo se abalanzó sobre ella, que sorprendida y coja nada pudo hacer, y se la comió de un bocado.
Tanta comida en un solo día dejó al lobo feroz un estómago muy pesado y, sabiendo lo cómodo y calentito que se estaba en aquella cama, allí mismo se quedó durmiendo a pierna suelta.
Feodoro caminaba con su hacha hacia el bosque y la multitud se apartaba a su paso porque no eran capaces de imaginar lo que podía hacer con un hacha un hombre tan feo. Caminó por el bosque hacia la casa de la abuelita sin que nada perturbase su marcha. Ningún lobo pensaba comerse aquello aunque no hubiese llevado hacha.
Cuándo entró en la casa el lobo feroz roncaba plácidamente con su panza hacia el techo y solamente abrió uno de sus ojos para comprobar quién osaba interrumpir su digestión. Lo que vio fue el repulsivo rostro de Feodoro que lo miraba fijamente. Con los excesos culinarios de la mañana, y ante semejante visión, no pudo evitar que sus entrañas se vaciaran en un liberador vómito, dejando salir a Caperucita y su abuelita de nuevo a la vida. Feodoro acabó la faena liquidando a la bestia de un certero golpe de hacha y Caperucita Coja, que como ya sabemos padecía una miopía más que importante, no pareció percatarse de la fealdad de su príncipe salvador.
Los tres volvieron al pueblo con la piel de la bestia y fueron recibidos con enorme alegría y contento. Todo el mundo quería escuchar de boca de Feodoro el relato de los hechos, pero era Caperucita la que, con todo tipo de adornos caballerescos, contaba como su príncipe había arriesgado la vida y, luchando con cientos de salvajes fieras, había conseguido liberarlas a ella y a su abuelita de un destino fatal.
Así encontró Feodoro una mocita con quien desposarse y Caperucita Coja un príncipe que la salvó de “la carrera de las cestas”.
Caperucita Coja y Feodoro tuvieron dos hijos. Un niño y una niña, los dos hermosos y bellos como nunca se había visto en la comarca.

DELIRIOS DE UN OSCURO II

Siempre me ha hecho gracia ver como se afanan los ignorantes por llenar el ataúd. Como sufren y entregan su vida, esta, la única que tienen, para alcanzar no se sabe muy bien qué. Porque en la otra, si es que la hubiera, que no lo sabemos, de nada sirven estos arreos que amontonan, y eso sí que lo sabemos. A mí no me preocupa si ellos lo entienden o no. Igual que a la muerte no le preocupa si la entendemos o no. Ella llega, para todos, no avisa, te acaba y nada importa cuán estúpido, o no, has sido hasta que ella llegó. El día de tu muerte siempre es hoy, porque nunca podrás hablar de él en pasado y mientras estás vivo no sabrás que ha llegado. Siempre llegará demasiado pronto, demasiado cruel, demasiado fuerte.
Siempre me ha dado un poco de lástima ver como se afanan los ignorantes por llenar el ataúd. Como almacenan sus logros en lugar de disfrutarlos, como los cuentan en lugar de compartirlos, como viven pensando que no han amontonado bastante para ese futuro apacible y seguro, que siempre será futuro porque sus pies jamás lo pisarán. A mí no me preocupa si ellos lo entienden o no. Igual que a la muerte no le preocupa si estás preparado o no. Ella llega y no pregunta si ya has vivido ese futuro apacible o si has perdido tu presente soñándolo. Ella llega siempre en presente y te acaba, te borra.
Siempre me ha dado un poco de tristeza ver como se afanan los ignorantes por llenar el ataúd. Los veo sudorosos, intentando depositar otra palada más de monedas en su ataúd. Ni siquiera dejan espacio para su propio cuerpo, habrá que enterrar el ataúd solo con las monedas y dejar su cuerpo para que lo coman las bestias de la tierra. Al fin y al cabo, al difunto no le importará demasiado, nunca se tuvo mucha estima a sí mismo. Pensaba tenérsela más adelante, quererse y mimarse más adelante, en un futuro apacible y seguro. A mí no me importa si ellos lo entienden o no. Igual que a la muerte no le importa cuánto te has querido. Ella llega y te convierte en pasado. El futuro puede ser apacible, pero no seguro. Seguro en esta vida no hay nada excepto ella. Ojalá sea también apacible.