SUERTE

Yo nací, hace ya mucho tiempo, en mi casa, la de mis padres quiero decir, porque no había mejor lugar en este planeta para posar mis huesos siendo hijo de mi madre, y porque en aquellos tiempos no era cosa común ir a parir entre sabihondos extraños con guantes y mascarilla. De esto yo no tuve ninguna culpa ni mérito. Llegué como llegamos todos, sin otra cosa que ofrecer que unos cuantos dolores de parto y todos se los quedó mi madre. Allí tuve buena suerte, porque, que yo recuerde, no había nacido nunca antes y para ser la primera vez no me salió tan mal, otros la han tenido más perra. También he tenido buena suerte con, casi todas, las compañías que desde entonces, y hasta hoy, me han tocado como obligatorias. Con las optativas ya no tanto, pero esas las he gestionado yo a mi gusto y manera.
En otro orden de cosas, que es una frase que yo no utilizaría nunca, en la vida he tenido mucha suerte, toda mala, pero mucha. Por eso acostumbro a desearla en muchos de mis escritos. “Haya salud y suerte, pero sobre todo salud, porque la suerte puede ser de la mala y entonces ni salud ni gaitas. Si hay salud, ya un poco de buena suerte está asegurada.
A mí, la suerte, la buena, siempre me ha llegado con su correspondiente dosis de la otra, la mala. Lo que es pura, en estado puro, buena suerte, plena, para disfrutar y regocijarse, de esa ni hablar. Hoy mismo, sin ir más lejos, he tenido mi dosis de ambas. Hace un rato. Estaba escribiendo, mi ocupación preferida, y me dije: Me voy a fumar un cigarrito, sí señor. Podría acompañarlo con un café, pero como ya no me dejan fumar en el bar, me lo voy a fumar en la ventana. Eso es. Ya en la ventana, con mi cigarro encendido y saboreando con deleite su cancerígena esencia, por no ahumar la estancia, coloqué un cenicero a mi vera, grande, de cristal, justo en el borde de la ventana, lugar bien peligroso, es cierto, pero allí lo instalé en buen equilibrio y posición. No era la primera vez y sé por experiencia que, si no media la mala suerte, el cenicero no se mueve de allí. Medió la mala suerte y una suave corriente, un céfiro, mandó a parar a mi ojo una ardiente mota de ceniza. Me abraso, me quemo, mi ojo. Dios mío, lo pierdo. Manotazos en defensa propia cual si fuera un mono. En uno de estos manotazos alcanzo de lleno al cenicero que, por culpa de Newton y su ley de la gravedad, se precipita hacia el suelo. Caía hacia dentro, pero al intentar cogerlo, otra vez la mala suerte, y el cenicero se va a la calle. No lo había dicho pero estoy en un tercer piso. El cenicero desciende a velocidad de vértigo, aquí hay algo más que la ley de Newton, desciende directo hacia la cocorota de un viandante que acaba de doblar la esquina. Ahora es cuando aparece la buena suerte. Cae justo entre sus pies, ni lo roza, limpiamente, sin daños, y no se rompe. Yo respiro por primera vez desde que se me abrasó el ojo, se me había olvidado, no tuve tiempo, estaba demasiado ocupado. Las cosas, con aire en los pulmones, son más llevaderas. Hago de tripas corazón y me largo como un tiro dirección pedir disculpas. No sabe como lo siento, ha sido un accidente, por favor que susto, menos mal que menos mal porque si no habría que rematarlo para que no sufra.
No lo puedo negar. He tenido una buena dosis de buena suerte. La mala vino después. El viandante resultó ser un ciudadano modélico. Con un gran sentido de la responsabilidad y también mucha imaginación, toda mala.
– Porque hay que tomar medidas, podría haberle atizado a cualquier inocente criatura de las que juegan por estos andurriales, esto no puede quedar así, podría haber matado a alguien (yo creo que en matar es mejor no pensar pero, ya puestos, si hay que matar a alguien, el mejor, él que ya estuvo a punto) hay que llamar a los municipales y presentar la correspondiente… En fin, que como aquello cada vez tomaba peor color y el viandante en cuestión se iba creciendo, contándole a todo el mundo lo cerca que había estado de morir de un cenicerazo, y además ya se repetía mucho, y yo ya estoy algo mayor, lo llamé en un aparte, que se dice, y le comenté que, habiéndole pedido perdón en varios idiomas y en distintos tonos, de llamar a los municipales, yo prefería que fuera por agresiones múltiples, que él vería cuál decisión le venía mejor a su agenda.
No sé si volveré a fumar en la ventana, majos, si lo hago será con cenicero liviano, porque lo que es de la suerte, la buena suerte, plena, para disfrutar y regocijarse, no se puede esperar mucho. A mí siempre me ha llegado con su dosis de la otra, la mala.
Haya salud y suerte.

EL CONTABLE. CAPÍTULO TRES.

Folio primero.
Aquí se va a desvelar, para satisfacción de alguno y descanso del que escribe, el nombre y filiación del que fue padre de nuestro querido Urbano. De aquel que mancilló a la pobre Marina y se dio el piro. De aquel que fue comidilla y desasosiego para toda la comarca. Y esto es noticia de primera mano y primicia, porque nadie, excepto Marina, Urbano, y el que escribe, ha sabido hasta ahora el nombre y catadura de la persona que en este escrito se da conocer. Así será la manera de poder seguir con mi relato sin distracciones morbosas, o de, si lo considero oportuno, dar por finalizado el intento de mostrar al mundo la historia y vida de un ciudadano casi anónimo y vulgar, al que no se le conoció otro mérito en la vida que el de ser contable.
Dicho esto, paso ya sin más demora a desvelar el secreto que nos ocupa.
El padre de Urbano no fue otro que la señora Perpetua. ¿A que no se lo esperaba nadie? ¡Eh!
Ha sido una broma. Tranquilos que solo ha sido una broma.
El verdadero padre se llamaba Oicnelis erpmeis arap ódraug, aicnetsixe al elracilpmoc on rop, sojih e rejum aínet etnacitcarp le euq odneibas y adicedarga aniraM. aniraM a euf adnucef ozih euq al a, oicifo us odnucef recah y nóicaruc al riugesnoc rop náfa us ed, íha ed y, radus a alraduya arap aniraM noc óitem es omsim lé nabasap on serbeif sal euq areiv omoc, seupsed saíD. salradus euq aíbah serbeif salleuqa euqrop, satnam noc areirbuc es y amac aradraug euq odajesnoca aíbah eL. serbeif sanitneper y sañartxe sanu ed aniraM a redneta arap odiduca aíbaH. ordeP abamall eS. olbeup le ne etnacitcarp ed aícreje secnotne leuqa rop euq le euq orto are on, omsim lé ósefnoc em núges, onabrU ed erdap lE
Bueno, pues ya está. El secreto que tanto interesaba a la vista de todos. Y es que a veces las cosas no salen como uno esperaba y tienes que acabar escribiendo el relato al revés de cómo pensabas hacerlo.
Es una pena que a estas alturas la señora Perpetua ya no esté entre nosotros, porque habría dado el último de sus dientes por saber lo que sabemos nosotros. El secreto de Marina.

FUMADOR-DELINCUENTE-II

Lo hemos hablado en la obra, aunque Doc no fuma, y tampoco nos gusta un pelo esto de la ley anti fumador. Apesta a dictadura.
Yo, como soy un ignorante sin carrera universitaria, no puedo ni llego a entender que sublime razonamiento ha llevado a nuestros inteligentísimos gobernantes a elaborar esta bonita ley contra el fumador, porque la ley no es contra el tabaco, que se puede vender libremente recaudando los grandísimos y pertinentes impuestos con que está grabado, es contra el fumador apestoso que todo lo infecta con su vicio. Tal vez quieran pasearse por Europa, entre vividores y ladrones como ellos, presumiendo de ley súper agresiva y moderna.
El lunes 28 de septiembre del año 2009 publiqué aquí, en esta libreta eléctrica, un relato con el título “fumador delincuente”. Bueno, pues los temores que allí hacía públicos, ya están aquí. Ahora sí, ya llegó, ya soy un fumador delincuente. Y soy un delincuente porque aunque cumpla esta ley elaborada por retrasados mentales (ojo, con carrera universitaria), pesebreros con estudios, los salvadores de este mundo enfermo y vil, aunque la cumpla para no dar con mis huesos en la cárcel que estos sopla pollas quieren para mí, aunque la cumpla para que no me denuncie alguna oveja obediente y servil, en la intimidad de mi covacha, en conciencia y desde mi propio criterio no la respeto, no la acepto. Por eso, mi conciencia, contra la que nada pueden leyes, jueces, ni sentencias de una justicia vendida a nuestros mercenarios amos, llama a la rebelión y la desobediencia. Por eso me siento delincuente, fumador delincuente. Porque yo no quiero molestar. Solo quiero fumar en bares de fumadores. Nada más.
BAR DE FU-MA-DO-RES.
Donde no entren todos esas personas no fumadoras a las que molestaría con mis humos cancerígenos, donde no entren todos esos activistas contra el tabaco a los que el humo del tabaco molesta, pero no el humo de los coches, camiones y autobuses, de los aviones, de las miles de chimeneas escupiendo cáncer sobre nuestras narices. Un bar de fumadores, donde podamos ir un puñado de desgraciados a disfrutar del cáncer de pulmón sin que ningún salva patrias mal nacido nos moleste con su “buenas intenciones” y su “ley”. Una ley elaborada por personas (¿?) dedicadas en cuerpo y billetera a mejorar nuestra existencia, a conducirnos por la senda del buen hacer, el bien pensar, la vida saludable, el progreso y lo que ellos consideran avanzar. Ellos, que gobiernan y mejoran el mundo. ¿Cómo?
¿Han conseguido que los niños del mundo no mueran de hambre, que se respeten todos sus derechos?
¿Han conseguido que tantas mujeres del mundo consigan vivir con dignidad y sin palos?
¿Han conseguido evitar las guerras que matan a los pobres mientras enriquecen a los poderosos?
¿Han conseguido que se reduzca la contaminación con que castigamos nuestro planeta?
¿Han conseguido que se reduzca en algo la violencia descomunal que campa entre los humanos?
¿Han conseguido que el sucio dinero de las armas se invierta en comida y salud?
¿Han conseguido que las multinacionales tabaqueras dejen de añadir aditivos mortales al tabaco?
¿Qué cojones han conseguido estos vividores? Nos preguntamos mientras fumamos un cigarrillo, Fery y yo.
MEDRAR y que no fumemos en los bares. Ahora tenemos que fumar en la calle, salir con nuestro cafetito a disfrutar del frio y de un cigarrillo con sabor a clandestino. Seguramente nos lo cobrarán a precio de terraza, claro. Porque somos fumadores, parias, degenerados que estamos echando abajo el sistema sanitario con nuestras miserables toses. Un gasto insoportable que podría poner en peligro el presupuesto necesario para mantener los jugosos sueldos y pensiones vitalicias de tanto parásito.
Viva la libertad, esa que no tenemos, esa que regalamos con nuestro voto a tanto cabrón.
Sin embargo aquí, en la obra, las leyes las hacemos nosotros, y se puede fumar, que lo sepan. Es una obra de fumadores. Si te molesta el humo y quieres vivir libre de contaminaciones, no entres, quédate en la calle y disfruta del aire puro y limpio de la central térmica, de las calefacciones de gasoil, del autobús escolar… Y ahora, ya sin tabaco, haya salud y suerte.

EL CONTABLE.CAPÍTULO DOS

Folio segundo.
Cuando yo empecé a escribir la historia del contable, hace tres folios, a mí no me interesaba nada quién era el padre de Urbano. No era esto lo que quería contar. Sin embargo la sed de morbo, y la curiosidad insana del ser humano, (porque yo lo noto aunque la mayoría leéis esto y no publicáis comentarios) han convertido mi proyecto de relato humano y entrañable, en uno de detectives del corazón. Ahora todo el mundo quiere saber quién era el padre de Urbano, qué oscura y truculenta relación tuvo con Marina y cómo consiguió Urbano esta información. Ahora yo tengo que escribir la historia del contable, pero desde otro ángulo. Ahora todo lo que yo consideraba importante, humano, digno de contar, se desvanece. Ahora a nadie le interesa ya Urbano como contable y persona anónima. Solo queremos saber de su otra vida, de su secreto, de su desconocida faceta de bastardo investigador. Ahora tendré que informar aquí de unos cuantos personajes y circunstancias que no tenían cabida ni función en la versión primera. De casi todo aquello que yo consideraba anodino, insustancial y frívolo. Ahora tendré que contar aquí lo que no quería contar.
Yo podría argumentar aquí que he de ceñirme al relato, a mi relato, pero es que no tengo, majos. Esto era un experimento. Y me ha explotado en los morros.
Sin embargo, a lo que sí voy a ser fiel es a la historia y vida de Urbano. Porque Urbano, a pesar de las dudas que el párrafo anterior pueda sembrar en algunos, es real. Y esto, solo yo puedo asegurarlo. Entonces voy a contar aquí aquella parte de su vida que él nunca mostró. El cómo llegué yo a conocerla no voy a desvelarlo, porque yo no me voy de la lengua tan fácil como se van otros en un día de borrachera. Y no tengo porque hacer públicas las confidencias de nadie después de una botella de ron. La única que bebió en su vida. A lo mejor ya estoy escribiendo de más. Sería mejor parar aquí y estudiar el plan a seguir, porque con este inesperado giro me estoy liando, y estoy metiendo la pata, una letra sí, y otra también.
Ya sé. Voy a hacer lo que se me aconseja en alguno de los comentarios que esta historia del contable ha suscitado. Voy a revelar aquí quién es el padre de Urbano y después seguiré, con su historia, ya sin presiones, siguiendo el plan inicial de mostrar la vida y miserias de un humilde contable, la grandeza de un anónimo ciudadano. Eso es. Sí. En el próximo folio.

EL CONTABLE. CAPÍTULO DOS

Folio primero.
Si a mí no se me hubiera ocurrido escribir esta historia del contable, de Urbano nadie habría dicho nunca una palabra, ni se hubiera sabido cosa alguna de su vida, porque Urbano siempre pasó desapercibido. Urbano era gente anónima hasta cuando estaba él solo. Urbano era: “el no ser”.
Nunca dijo una palabra que pudiera ayudar a clasificarlo de otro modo, en algún colectivo más o menos político, más o menos deportivo. No se supo, en toda su vida, si era de derechas o era de izquierdas. No se supo si era del Madrid o del Barcelona. Si estaba a favor o en contra del aborto. Si prefería huevo frito o tortilla francesa. De Urbano solo se podía afirmar una cosa, era contable.
Sin embargo Urbano era algo más que todo esto. Urbano era, en su tiempo libre, lejos de miradas curiosas, en su otra vida, un infalible investigador, un detective implacable. Ni Agatha Christie se lo hubiera imaginado para sus novelas. Urbano había conseguido averiguar lo que todo el pueblo se preguntó durante años. Urbano había encontrado la respuesta a aquella pregunta que su madre no quería responder y que aparecía en todas las charlas y tertulias. La pregunta que sonaba en cada una de las cocinas, en cada sobremesa, incluso muchos años después de su nacimiento. ¿Quién era el padre de Urbano?
Solo él sabía quién era su padre.
Desde muy pequeñito había querido saber porque su padre no aparecía por ningún sitio. Jamás pudo volver a casa, desde la escuela, de la mano de su padre. Jamás pudo amenazar a nadie como otros niños lo hacían, “se lo voy a decir a mi padre”. Jamás le dijo el maestro: “Dile a tu padre que venga a estar conmigo”, aunque esto último parecía más bien una ventaja. El padre de Urbano fue durante mucho tiempo como los reyes magos, todo el mundo habla de ellos, dejan huellas y “regalitos”, pero nadie los ha visto. Por eso cuando Urbano cumplió los ocho años ya había decidido descubrir, como fuera, quién era su padre. Nunca lo dijo a nadie, ni siquiera a Marina, su madre, pero todo su tiempo libre lo pasaba investigando, preguntando a todo el mundo cosas que parecían insustanciales, infantiles, pero que obedecían a un plan preconcebido en su, todavía tierna, cabecita.
La señora Perpetua fue para Urbano la abuela que nunca tuvo, por parte de padre, se entiende, y su maestra en el arte de enterarse y saber de todo. La señora Perpetua decía que Urbano siempre tenía la cabeza en otro sitio. Fue la única que notó que Urbano no era tan simple como al resto del pueblo le parecía. Urbano tenía una misión, el resto solo eran apariencias.