GRACIAS, JAIME.

No es conducta habitual en estos tiempos que alguien te sorprenda siendo generoso contigo. Ofreciéndote su esfuerzo y dedicación sin pedir nada a cambio. Es aún menos común que lo haga sin pretensiones, solo por simpatía, con humildad y sin afán de
protagonismo. Es una agradable sorpresa y un aliciente cuando la esperanza y el tesón de uno mismo están más cerca del abandono que de la lucha. Es un hermoso detalle que quiero agradecer sincéramente a Jaime, el autor de este trabajo. Gracias, Jaime, y haya salud y suerte para todos.
Aquí se puede ver su regalo.

DE BODA

Las bodas no son cosa cualquiera. Las bodas precisan orden, estrategia, protocolo. No me refiero a los novios, no, eso ya supera mis capacidades. Me refiero a los que vamos a comer y poco más.
Antiguamente uno se presentaba en la boda con ropa de domingo, muda limpia y buen ánimo. Hoy no. Yo en este asunto no estoy a la altura (me estoy dando cuenta de que últimamente no estoy a la altura en casi nada) pero tengo a mi reina que, no solo está a la altura, si no que sobrevuela majestuosa por encima de mis tendencias desfasadas, mi concepto de la estética, mi indiferencia textil y la ignorancia sobre lo que es ir conjuntado, elegante y guapo, a la par que juvenil y desenfadado. Siguiendo los consejos de mi reina, de una cosa puedo estar seguro, aunque a mí me parezca que estoy ridículo vestido de lo que no soy, que la camisa me esté desollando el cuello, repito, de una cosa puedo estar seguro: voy conjuntado, elegante, conforme a los cánones de elegancia y buen vestir, que no sé qué autoridad u organismo los decreta pero vienen a coincidir, punto por punto, con los que mi reina maneja. Eso sí, cada cual tiene en casa su propia reina y, cada reina, sus propios cánones, y todas aseguran y certifican utilizar los cánones oficiales, aunque no se parezcan en nada.
Estábamos con la boda. La boda es mañana pero la familia lleva dos meses en alerta naranja. Sobre todo las mujeres. Alerta naranja hasta las cero horas del día elegido, a partir de aquí pasamos a alerta roja. Se duerme mal, a ratos. El día va a ser muy largo. La boda es a las doce, mediodía, así es que según el plan establecido, en el que yo no he intervenido para nada, se tocará diana floreada a las seis de la mañana. Porque hay mucho protocolo por disponer, mucha tía, prima y madre que peinar, mucha indumentaria que conjuntar. Es igual, sea cuál sea la hora a la que se empiece la jornada el día de boda, las mujeres siempre andan apuradas, sin tiempo. Los hombres, como no tenemos que pensar, porque ya está todo pensado, hacemos recados y labores de intendencia. A las diez dejar a la tía Nati en la peluquería y, al volver, pasas por la mercería y recoges una pamela a nombre de María José, que le tenían que cambiar la cinta para que haga juego con la suela de los zapatos y ponerle un broche monísimo para fijarla al moño. La pamela se la das al tío Marce, que estará esperando en la cafetería Agobium con sus dos nietos, los hijos de la prima Sara. El pequeño, Raulín, te lo traes contigo porque su padre va a ir a recoger a la novia con el coche, que es más grande, y Sara y los niños se reparten entre la familia, por eso Raulín va con nosotros. No se te olvide parar en una farmacia y comprar tiritas y almohadillas para los zapatos. De la tía Nati despreocúpate, que ya la recogerá el cuñado de Choni cuando vuelva de lavar el coche, según consta en su hoja de ruta. Así, de esta manera, se pasa la mañana sin sentir y a las doce en punto estamos todos a la puerta de la iglesia. Todos menos la tía Nati, que algún cuñado olvidó recogerla a tiempo y llegará tarde y enfadada, pero con un peinado que quita el sentido. Los hombres estamos todos aquí. Las mujeres, no podría decirlo, apenas las reconozco. ¡Qué glamour! Qué modelitos. ¿Qué boda es esta? A que me he colado.
A mí, como a muchos otros, esto de la ceremonia, sea civil, militar o religiosa, ni me va ni me viene, así que, acompañado de algún otro calavera, me busco un bar cercano donde celebrar una ceremonia alternativa, más relajada. En la iglesia el tiempo pasa muy despacio. En el bar el tiempo vuela. Esto lo sabe todo el mundo. La física nunca ha podido explicarlo pero es así. Por eso a las fotos llegamos tarde, no salimos en ninguna. Aun sin nosotros todo va de maravilla. La novia está guapísima. El novio muy limpio. La ceremonia, ideal, y las mujeres parecen salidas de una revista. Ahora ya podemos irnos todos al bar sin cometer afrenta.
Aquí la boda cambia de ritmo. Esto es un festival de besos, saludos y presentaciones. En media hora me han presentado siete veces al señor este del bigote. El baño de señoras está colapsado. No todas quieren hacer pis, no señor, hay muchas cosas a las que una mujer tiene que hacer frente en este tipo de eventos. Un toquecito de barra de labios para ir dejando su marca por todos los vasos y copas del local. Algo más de rímel. La pestaña postiza que se está soltando. Algún imperdible de última hora. También convendría ajustar los pantis constrictores de cuello alto y, sobre todo, cambiar los zapatos de tortura por unas manoletinas, por si se tercia una jota antes de comer. Porque los zapatos de señora, cuando de una boda se trata, han de cumplir una serie de condiciones sin las cuales no alcanzan la categoría exigida. Primero, han de ser, además de vistosos, incómodos. No pueden ser bajos, excepto en bodas de verano, que se pueden llevar sandalias bajas (de muy mal gusto por otra parte, cosa de mujeres con poco estilo). Una mujer que compra zapatos para una boda y puede soportarlos en los pies más de dos horas, es que no tiene ni idea, ni clase, ni glamour ni nada. Más le valdría ir con botas de goma. Los zapatos de boda han de mantener el pie lo bastante prieto como para que el riego sanguíneo se interrumpa y no llegue a los dedos, pero no tanto que se produzca la gangrena del miembro. Además de mantener los dedos así, en un puro gurruño, es aconsejable que produzcan rozaduras en, al menos, dos zonas sensibles, que sean propensos a la torcedura y con suela bien resbalosa. Deberían venderse siempre con un maletín de primeros auxilios. También el vestido se las trae, porque no está bien visto que una mujer en sus cabales luzca en una boda un vestido de su talla, ha de ser de, al menos, una talla inferior y si son dos, aún mejor. Tampoco la física ha podido explicar esto.
Ahora toca sentarse a comer, que ya los novios han terminado con las diecisiete mil fotos y vuelven a estar entre nosotros, bien tarde por cierto, y ver la forma y manera de acomodarse con las compañías adecuadas, que una mala compañía puede arruinar una estupenda comida. En las bodas, por lo general, se come mucho. Algunos comen mucho y otros menos. Algunos beben mucho y otros más. Llevamos tres horas comiendo y cuando llega el postre yo ya no recuerdo el primer plato. A mí me parece que he comido demasiado, pero nada que ver con lo que han comido otros. Yo solo soy un aficionado que no alcanza la media exigida al profesional. No me explico cómo vamos a terminar esta boda, con su baile y todo, sin al menos tres o cuatro infartos. Ahora ya sí, ya hemos terminado con la tarta y los licores. Todos al salón. Si todos han comido como yo, supongo que bajaremos rodando. No creo que nadie pueda entregarse ahora, con esta panza, al trote bailongo. Habrá que esperar al menos dos horas de copeo y charla antes de acercarse a la pista.
Por lo que estoy viendo, en esta boda el personal es bien valiente y corajudo, la pista ya está llena de enérgicos danzarines, y sin las dos horas de digestión, si está aquí mi madre el amago le da a ella. Yo, de momento, me mantengo al margen, en la barra, disfrutando del espectáculo. El personal ya no es lo que era esta mañana. De aquellos figurines que llegamos a la puerta de la iglesia apenas quedan las fotos. La comida, la bebida, la calefacción y los ritmos rumberos han hecho estragos y relajado la exigencia estética. Aquel traje elegante, a la par que desenfadado, que yo puse esta mañana, era de talla retráctil, es decir, que se ha ido recogiendo, recogiendo, que no sé si no tendré que quitármelo. Además a mí, con la comida, me ha salido una especie de protuberancia, como un neumático, alrededor de la cintura toda. El botón del pantalón está soportando la misma presión por centímetro cuadrado que la puerta de un submarino en la fosa de las Marianas. Como se descosa de repente, el que esté en la trayectoria que se dé por muerto. Tampoco importa mucho porque casi todas las camisas andan ya por fuera del pantalón, a modo de faldones. Esto ya parece una boda de gente normal. Ahora ya empiezo yo a conocer a casi todas. Después de cuatro horas con la boda in crescendo ya no puedo asegurar que sea real todo lo que veo, y tampoco voy a explicarlo aquí. Estas cosas han de quedar para disfrute y asombro de los propios porque, fuera de contexto, ni contarlas ni explicarlas ayuda a conseguir gloria.
Acercarse a la pista y dejar la seguridad de la barra, entre copas y charla, puede ser muy peligroso para los que no tenemos el don, ni el deseo, del baile. Ha de estarse más que atento por si al pincha discos de turno la da por soltar el porrón-pon-pon de una jota. Entonces, al centro de la pista acuden en tropel, con brazos arriba y trote jotero, un gran número de, lo que yo llamo, apaga-brasas. Todos en corro sacudiendo zapatazos al suelo como si estuvieran apagando un fuego. Se ha de estar muy atento porque puedes verte bailando en un abrir y cerrar de ojos, no porque te guste, no señor, bailas en defensa propia, porque te ha agarrado una señora, mayor y grande, y está dándote una tournée por todo el salón.
El caso es que llevo cuatro horas apoyado en la barra, viendo ir y venir al personal. Yo no voy ni vengo, solo observo. Y me estoy cansando de estar tan formal y de tanto refresco. Este momento de debilidad, y mi cuñado que pasaba por allí, y me arranco con las copas. Para otro sería tarde, para mí no, mi tolerancia al alcohol es casi nula. Yo con tres copas ya estoy para alcohólicos anónimos, así que recupero terreno a marchas forzadas. En treinta minutos hago juego con cualquiera de los que lleva todo el día bebiendo. Puedo abrazarme a cualquiera y cantar asturianadas como si nada. Y hay que ver como corre el tiempo en los bares si te aplicas a beber. Acabo de empezar la timba y ya es media noche. Mi cuñado anda por el otro lado de la barra, entre los camareros, poniendo copas para los dos. No sé como lo ha hecho, pero lo han aceptado como si llevara toda la vida trabajando codo con codo con ellos. Yo estoy intentando que la máquina del tabaco no me pase por encima, se ha tragado mis monedas y no para quieta, se mueve mucho. Viene mi reina a buscarme, menos mal. Y mi cuñado también viene a buscarme, que nos vamos. Explico que la máquina se ha tragado mis monedas, pero no sé con qué tónica me ha hecho mi cuñado los gin-tonic, que se me ha puesto la lengua muy gorda y no se me entiende nada. Mi cuñado me saca el tabaco y mi reina me saca a mí, porque yo no sé dónde está la puerta. Sí sé dónde está, pero no sé cuál es la verdadera entre las muchas que veo. Ahora que estaba yo en plena faena, nos vamos. A seguir en otro sitio que nos quieran.
La boda se acabó aquí, porque del resto no tengo un recuerdo muy claro, solo lo que me han contado y ya se sabe, no se puede fiar uno de todo lo que se oye. Así que aquí acabo yo este folleto.
Haya salud y suerte.

NAVIDAD, Y VAN CINCUENTA

Si yo fuera Papá Noel, que no lo soy, no me pondría esa horterada de traje ni un minuto. Además me afeitaría la barba, que no es cosa higiénica, que vengan los niños en fila a besar esa pelambrera, dejando en ella sus babitas y recogiendo las del anterior, durante horas y horas. Tampoco me gusta el trineo, no señor, lo veo algo fresquito para este tiempo, demasiado descapotable para andar de ronda a esas horas que anda repartiendo regalos. Y los renos no los quiero, son demasiados, tendría que pasarme todo el día recogiendo mierdas con una pala. Y anda siempre solo, un señor vestido así y solito en las madrugadas, a mí no me convence.
Yo me iría con los Reyes Magos. De hecho, no sé si no me iré este año cuando pasen por mi pueblo y que ellos me regalen donde les parezca. Por si acaso me largo y no volvemos a vernos, FELIZ NAVIDAD Y HAYA SALUD Y SUERTE.

REGRESO AL PASADO

Cuando yo tenía ocho años, hoy tengo cincuenta, España aún no había despegado. Esta letanía la vengo escuchando, de bocas agradecidas y progres de academia, los últimos veinte años. Yo, mientras tanto, permanecía en silencio, rumiando a solas, con la filosofía de boina que heredé de mi abuelo, el negro vuelo que le adivinaba yo a tan estupendo despegue.
Cuando yo tenía ocho años, en mi pueblo había un sastre. Había también un peluquero. Fotógrafo también teníamos, y oficina de correos, y dos taxistas, un gestor, tres bares, salón de baile, dos tiendas, un taller mecánico, herrero, carpintero, electricista, escuela con dos maestros, cura, médico con su consulta, practicante, coche de línea tres veces al día, mercado el quince de cada mes y un cine. Miseria de la España profunda aún por despegar.
Entonces llegó el famoso despegue y se llevó con él todo lo que aquel rural entorno prometía. A cambio, aterrizó en el pueblo el progreso. El progreso es un ente de apetito voraz y estómago insaciable. Así, sin descanso, devoró el progreso al sastre, al peluquero y al gestor, al fotógrafo y al taxista. Cerró bares y cantinas, talleres, tiendas y consultas y dejó el pueblo en manos de grandes superficies, estupendos profesionales y políticos visionarios, todos ellos lejos, muy lejos de mi pequeño pueblo. Con el tiempo y la ayuda de gobernantes vividores y filibusteros aquel despegue tan tremebundo, que tanta maravilla prometía y del que yo tanto desconfiaba, consumió más combustible del conveniente y lo que prometía elegante vuelo acabó en caída de barriga.
Hoy, con los cincuenta años ya dichos, mi pueblo, gracias al progreso y al despegue, no tiene tienda, ni taller. No tiene médico cercano que atienda nuestras urgencias. No tiene practicante, ni gestor, ni peluquero. No tiene oficina de correos ni de ninguna otra cosa. No tiene cine en ochenta km a la redonda, ni mercado, ni taxista. Nos han quitado el coche de línea y nos van a quitar el único tren que nos une con la capital, donde hemos de acudir, “por obligación”, a resolver nuestros asuntos, a comprar nuestros alimentos. Quitarán el tren de cercanías, el de alta velocidad no, ese les hace falta a los tiralevitas, ese no para en estaciones rurales a recoger pobres. Hoy mi pueblo no tiene nada, no tiene gobernantes ni gestores que miren por él, no tiene nada que ofrecer a estos “busca –tajadas”. Aún así, todos pagamos nuestros impuestos y nuestras multas, que a eso si se acerca la administración. Dice mi madre que ella nunca creyó que vería un día lo que está viendo.
Estamos pensando, los pocos aldeanos que aquí quedamos, que andan los catalanes queriendo que España se olvide de ellos, y nosotros ya lo hemos conseguido, sin disputas ni consultas. Que nos han olvidado sin más. Ganas nos dan de colocar alambrada, cortar dos carreteras y listo, independencia total. Para que no puedan acercarse a recoger nuestros dineros, que eso si les interesa y engorda. Además, que andamos ahora con las matanzas y esas cosas rurales y primitivas, y lo que sobran aquí son cerdos.
Haya salud y suerte.