Una vez más, como cada año, me pregunto si he de felicitar la Navidad a aquellos que, a falta de algo mejor, echan el tiempo leyendo en esta libreta eléctrica. Me lo pregunto porque no me gusta nada el bien-queda. Yo no soy un bien-queda. No me pinto una sonrisa bien gorda en los morros por la mañana para ir luciendo los dientes todo el día, venga o no a cuento. La sonrisa es cosa bien bonita que no todos merecen así porque sí. Yo no soy el corte inglés para andar deseando a todo zurriburri feliz año, amor y paz. Yo, como ya se dijo en esta libreta, soy más bien un orco. Ya apuntaba maneras cuando era pequeño y, yo supongo, será por eso que nunca me convencieron del todo estas fiestecitas tan cristianas y pasteleras. Cuando aún era un niño, y creía esa patraña de los reyes magos, siempre los tuve por tres auténticos hijos de puta. A los niños pobres nos traían regalos pobres, a los niños ricos regalos y más regalos de primera categoría. Qué reyes magos eran esos que discriminaban de esa forma a las tiernas criaturas que soñábamos con ellos y dejábamos golosinas hasta para los camellos. No. A mí nunca me cayeron bien sus majestades de Oriente. Me habría gustado esperarlos despierto y decirles cuatro cosas. -A ver, ¿qué pasa con mi carta? ¿Que no sabéis leer o qué?- Pero siempre llegaban cuando dormía. Para no tener que dar la cara. Para entregar los regalos de los pobres y largarse por la falsa como si fueran ladrones. Seguro que a los niños ricos los despertaban y les contaban bonitas historias del Oriente ese del que venían. Seguro. Hasta les dejarían darse una vuelta, por los inmensos pasillos de su mansión, en sus camellos gordos, tripudos y desdentados de tanta golosina y azúcar como habrían zampado en las casas de los pobres mientras dormían. Además venían el último día, cuando ya no queda Navidad para jugar con los regalos. Menudo trío de bellacos. Anda y que les…
Pues me ha quedado una felicitación bien chula. Sí señor.
Haya salud y suerte