ÁRBOLES SEDIENTOS.
Hoy se ha dado bien el día en la obra, un par de martillazos en el mismo dedo, una esquirla de ladrillo que ha ido, como un rayo, a clavarse en el ojo de mi hermano Jose, otro albañil intelectual como Fery y yo mismo y escrito sin acento, en fin, cosas del oficio. Al final, después de las prácticas de enfermería, hemos acabado la tarea y me ha quedado un ratito, que yo esperaba emplear, para emborronar con algún fantástico relato este flamante blog. Yo lo esperaba pero no ha podido ser, no señor. Es el caso que, acomodado yo en el bar de costumbre con mi portátil dispuesto, mi cafetito humeante a la diestra, un cigarrillo, también humeante, a la siniestra y mi torpe cerebro, también humeante, al mando, no he podido escribir ni una letra del esperado relato. De un minuto para el siguiente ha sido tomado por las armas, nunca mejor dicho, el local todo por no menos de cincuenta militares con su mochila y armamento reglamentarios, todos ellos con esa indumentaria de camuflaje que tanto les gusta y a mí me pareció que se llenaba el bar de árboles.
He tenido que acudir, por amistad bien entendida y recíproca, en auxilio del negocio. Así, me he visto cambiando de oficio y herramientas, mitigando la sed enorme que tenía el batallón, a golpe de descorchador. No sé si mi ayuda ha servido de mucho porque mi lugar natural en los bares está en este otro lado de la barra, donde toda la mano de obra se reduce a echarse al coleto alguna sustancia refrescante, o mareante, y pagar sin saber muy bien de dónde viene. No sé dónde están las coca-colas ni cuánto vale una cerveza, no sé si hay limones ni de dónde se cogen los hielos. Piden las consumiciones de siete en siete y a mí se me olvida el pedido antes siquiera de pestañear, así que pongo lo que me parece, amparado en mi total ignorancia hostelera. Rompo un par de vasos, porque se vea que esto es un bar y que hay movimiento y profesionalidad, aquí señores estamos trabajando, nuestra labor es servirles con prontitud y orden, no se puede parar por un par de vasos resbalosos. A la hora de cobrar no sé qué tecla he de apretar en esa maldita máquina que tiene más de diez mil funciones, estoy seguro de que el Apolo trece se gobernaba con algo mucho más sencillo que esto. Pongo toda mi buena intención y todo lo que me piden, pero yo juraría que estorbo, además empiezo a sudar, porque toda esa gente al otro lado de la barra se ha puesto de acuerdo para mirarme, como si esto fuera un concierto y yo un fontanero al que han sentado en el piano. Cuando yo creo que todo ha pasado y empiezo a sentir una especie de orgullo laboral, llega la segunda ronda, me parece increíble que hayan hecho desaparecer, en dos minutos, todo lo que hemos puesto a su alcance. Como aviso, de que la primera ronda se da por terminada y empieza la segunda, rompo una jarra de cerveza con todo su dorado contenido, pero no hago aspavientos, la rompo con la naturalidad del que se gana la vida entre licores, no hay problema, esto es casi normal en hostelería chicos, tranquilos, ustedes sigan tragando como si hubieran cruzado el desierto. La segunda ronda me la paso fregando el suelo y recogiendo cristales.
Por suerte, los árboles sedientos, tenían algo de prisa y se van, todos a una, igual que llegaron y yo puedo volver a mi ordenador, a escribir historietas donde las cosas pasan como a mí me da la gana y nadie entra en los bares en grupos de más de cuatro, ni se rompe nada sin que yo lo diga.