No la tenía yo entonces por mujer ni por persona, que la tenía por sospechoso bulto de ropa gorda y vieja. Acercábase a mi casa por aquella carretera que venía del pueblo y allí, a lo lejos, aparecía su negra silueta. ¡Que viene Flora la raca! Y a este grito, y sin gobierno, emprendíamos mi hermano y yo carrera desenfrenada y melindrosa en busca del cobijo y defensa que solo una madre proporciona. Nada en el mundo, ni antes ni después, consiguió meterme en el cuerpo un miedo semejante, que no es posible medirlo, que es el miedo total, que mi hermano, siendo más pequeño, tenía el miedo igual de grande.
Pedir limosna por las casas era su ocupación y en eso andaba de pueblo en pueblo, en eso y en sembrar el pánico entre la gente menuda, que era, Flora la raca, en todas las casas del pueblo, infantil amenaza para inquietos y revoltosos y, su saca, destino postrero de aquellos que no atendieran a la normal disciplina, o a los deseos y sugerencias de los que tenían por mayores. Y era el caso que, apareciendo ella en el pueblo, esfumábase la rapacería presa de un miedo rural y campesino, que es un miedo muy particular y de otro tiempo que solo al pueblo le es propio, como bien saben y entienden aquellos que lo han sufrido.
Con dos golpes de cachaba, que a mis oídos sonaban como si Satanás mismo los diera, anunciaba su presencia a las puertas de mi casa y, para mi susto y sorpresa, la invitaban a pasar, a sentarse junto al horno, a tomar café con leche y a platicar con mi abuela que no parecía notar la oscuridad y el terror que el personaje arrastraba, y que me causaba a mí parálisis motora, sudoración, espasmos gastrointestinales, dilatación del globo ocular y pérdida de control de mis, aún jóvenes, esfínteres. Intentaba yo comprender cómo podía mi abuela darle tranquilamente a la lengua con la que, según noticias, tenía por costumbre llenar la saca de tiernas criaturas con las que dar sabor a sus caldos y cómo podía compaginar, aquella oscura señora, actividades tan dispares, la una, tomarse junto a mi abuela, que nunca hizo daño a nadie, un rico café con leche, la otra, desollar tiernos infantes.
Teniéndola allí tan cerca podía yo apreciar el singular ropaje con que se cubría la vieja, que a mí me pareció estar envuelta en gruesa y negra cortina, sin rastro de abotonadura o cosa que se le pareciese y solo su arrugada cara hacía pensar que allí dentro había inquilino. Una cara que era reineta seca con ojos y vivero de melenudas verrugas. También negra era la saca que llevaba donde, imaginaba yo, irían a parar los huesos de infantes rebeldes y asilvestrados. Y, aunque yo no le perdía ojo a la saca, no pude apreciar movimiento o rebullir de algún desgraciado rapaz que estuviera allí metido, fuese por que no había tal rapaz, o por haberlo ella matado antes a palos con aquella cachaba gorda que más parecía garrote.
No puedo yo recordar que temas o noticias se trataban en semejante aquelarre, y no es falta de memoria sino idiotez transitoria que el miedo me producía. Tampoco puedo decir el tiempo que éste duraba, primero por no tener reloj con el que medirlo y segundo porque el tiempo y su medida lo conocí yo más tarde, que entonces no me importaba ni lo eché jamás en falta. Así, con el miedo arriba dicho y teniendo yo los sentidos en precario, lo que quedó en la memoria a la vista y al olfato se lo debo. Lo que con los ojos vi, arriba ha quedado dicho, voy a decir ahora lo que olí con la nariz. Si el aspecto de la vieja era sombrío y tenebroso, el tufo que despedía a juego con él andaba. Diríase que allí en la saca se descomponía un cadáver, que no es posible que tan fétida fragancia proceda de nada vivo. También a rancio y a grasa olía la buena señora, y a humo, y a ropa vieja, y a un sin fin de otros humores que me hacían a mí pensar, como párvulo infeliz, que no ha mucho que la vieja había estado junto al mar.
Acabada la conversación, y con los mejores deseos, abandonaba Flora la casa. Su olor se marchaba más tarde. A mí dejábame con el corazón encogido, agradeciéndole a mi abuela el no haberle recordado a la oscura señora las trastadas y bellaquerías que adornaban mi expediente, y con el firme propósito de, sospechando futuras visitas, ser en lo por venir el más bueno y obediente de los rapaces.
Hoy, aquella oscura y tenebrosa figura, aquel miedo rural y campesino, no son otra cosa que un recuerdo de infancia. Del miedo que a Flora la raca le tuve, otros fueron los culpables. Del recuerdo entrañable que hoy tengo de su figura, no sé si se ha de culpar a nadie.
Haya para todos, salud y suerte.
Relato exacto de unos momentos inonvidables de esa maravillosa infancia que con detalle ahora recuerdas y facilitas la sonrisa y porqué no decirlo, una carcajada o más.
Gracias.
Eran tiempos de miseria, pero había una solidaridad en la gente que no se ve hoy con frecuencia más allá de los círculos familiares. Por lo menos en los pueblos, donde estos mendigos tenían nombre y lecho de paja para pasar la noche si hacía falta.
Ni que decir tiene que como tú lo cuentas me ha encantado.
Junto a Flora la raca nada tiene que hacer ni el hombre del saco, ni el coco ni Freddy Krueger…
Y por qué “La raca”?.