En una pequeña ciudad, encima de la puerta de una cantina, había un enorme cartel en el que podía leerse, en letras grandes y mayúsculas, LOS COJOS NO PUEDEN ENTRAR EN ESTE LOCAL. Severiano, el dueño del establecimiento, había colocado aquel letrero cuando su mujer, Charito, rubia de armas tomar y cuerpo concebido para el pecado, lo dejó plantado para liarse con Fito el cojo. Salieron pitando a bordo de un potente descapotable que Fito se compró con el dinero de un boleto premiado. Nunca se volvió a saber de ellos. A Severiano, le llegaron los papeles del divorcio de manos de un abogado y acabó firmándolos a cambio de una bonita cifra. Charito, la rubia de armas tomar, no solo había abandonado a Severiano. Días después de su estampida apareció muerto un mecánico del pueblo. Se llamaba Leo. Lo encontraron colgando de una cuerda, desnudo y con una foto de Charito garabateada a sus pies. La nota decía: “Me mato por imbécil, y rezo, desde lo más profundo de mi concupiscencia, para que el cojo y esta mala puta revienten contra cualquier poste”. Toda la ciudad anduvo revuelta y murmurando unos cuantos días con aquel asunto de Charito, del mecánico suicida y de la perfecta redacción y caligrafía de la nota manuscrita
Fue un domingo cualquiera después de misa, con la cantina repleta de gente, cuando algunos parroquianos vieron que se acercaba un cojo. A medida que se acercaba observaron que la cojera era la característica menos llamativa de aquel individuo. Nadie le habría puesto el sobrenombre de “el cojo” al personaje que se acercaba lentamente a la cantina. Vestía todo él de negro y la piel tostada que se adivinaba entre la barba de ocho días parecía parte del vestuario. Dos finísimas rendijas, que parecían hechas con una cuchilla, con unas pestañas finas, blancas y cortas indicaban que allí detrás, bajo el ala del sombrero, pudiera haber ojos. Con otra cuchillada le habían hecho la boca. No tenía labios. Parecía hecho en cartón piedra por un fabricante de marionetas. El cojo se iba haciendo más y más grande a medida que se acercaba a la puerta. En la cantina, avisados los unos por los otros, todo el mundo estaba pendiente de lo que pasaba en la puerta. Muchos salieron a la calle buscando lugar a salvo de lo que pudiera pasar. Otros se quedaron dentro, por ver si el cojo entraba o no entraba. Lo que era seguro es que nadie había visto en toda su vida un cojo tan enorme y siniestro como aquel.
Cuando llegó a la puerta y leyó el enorme letrero el cojo no se inmutó. Se rascó la nuca con parsimonia por debajo del ala del sombrero y en aquella boca sin labios se dibujo una sonrisa extraña que dejaba ver tres dientes de oro. Echó otro vistazo desganado al cartel, se ajustó el sombrero mientras agachaba la cabeza para evitar golpearse con el marco y, mientras entraba en la cantina, con voz cansada dejó salir silbando por entre aquellos dientes. – Atajo de hijos de puta- Dio dos pasos dentro de la cantina, se paró y miró desafiante alrededor. Nadie dijo una palabra, la mayoría disimuló como si aquello de que un cojo entrara en la cantina fuera cosa anodina y sin sustancia. El cojo caminó hasta la barra y allí pidió un vaso bien grande de vino. Mientras el cojo bebía alguno de los presentes, deseoso de tragedia, se llegó hasta casa de Severiano para decirle que un cojo, grande y siniestro, se estaba bebiendo un buen vaso de vino en su local y que no tenía aspecto de asustarse fácilmente. Cuando Severiano llegó a la cantina el cojo estaba sentado a una mesa, tenía un cuaderno delante y dibujaba distraído con un lápiz. A nadie parecía importarle que un cojo bebiera tranquilamente en una cantina donde no había entrado un cojo en los últimos treinta años. Severiano se acercó decidido a echar a aquel cojo de su establecimiento pero se quedó mudo cuando vio lo que dibujaba en su cuaderno. Era una mujer desnuda, rubia, despampanante, era Charito, la rubia de armas tomar, en sus mejores tiempos. Al pie del dibujo había escrito en letras grandes y mayúsculas –ES DE LAS RUBIAS DE QUIEN HAS DE MANTENERTE ALEJADO, NO DE LOS COJOS.
Haya salud y suerte.
Perfecta moraleja como final a un relato tan entretenido.
Puedes empezar con el guión para una peli, eres sobradamente capaz de hacer uno más que interesante.
Un beso muy fuerte.