Yo, una vez, fui adolescente. También pasé por ese tiempo de granos, pelos nuevos y despiste a partes iguales. Me hacía mayorcito y nadie de mi entorno parecía enterarse. En la sociedad de mis tiempos no había sitio para desórdenes de carácter emocional, así que solo los amigos, con tu misma enfermedad, ofrecían amparo y comprensión. Había que apañarse sin molestar demasiado. Nadie hablaba de si eras o no eras adolescente, se hablaba de si te estabas volviendo idiota o qué. No conocí entonces a nadie que tuviera que pasar por la consulta de un sicopedagogo porque la adolescencia le hiciera enfermar. Cada uno anduvo su camino y entre todos paliamos como pudimos la falta de clínicas especializadas en el tratamiento de nuestras disfunciones y la fingida ceguera de unos padres insensibles a las tremendas dificultades que supone el apetito voraz por las personas del otro sexo. Unos antes, otros después, salimos de aquello sin grandes secuelas, o al menos yo no las percibí en mis amigos, seguramente porque, cuando habíamos iniciado esta etapa, nuestro estado mental ya era de difícil calificación. Eran tiempos duros.
Hoy la cosa ha cambiado y yo no quiero entrar en juicios ni valoraciones. A mí me tocó vivir antes de que se descubriera que la pubertad es una enfermedad sibilina y que, al menor síntoma, se ha de poner al adolescente en manos de cualificados profesionales. Porque los tiempos han avanzado y antes no sabíamos que lo que parecían granos inofensivos y pelusilla que se convierte en pelo, podía ser la somatización de horribles trastornos que frustrarían de por vida nuestro crecimiento y trayectoria. Hoy el adolescente ha de tener un seguimiento por parte de sus mayores, su conducta ha de moverse en los parámetros de normalidad que los profesionales consideran ajustada y manejable. No podemos consentir que nuestros hijos se pasen cuatro o cinco años haciendo el idiota, como hicieron sus padres, en un mundo como el que tenemos. Gracias a Dios, hoy, están a salvo. Nosotros no. Nunca estuvimos a salvo, por eso quiero recordar aquí a ese personaje que alivió en mucho la falta de tanto profesional como hoy tenemos. El putón verbenero.
A mí me sacó del abismo en una sola sesión. Sin diagnóstico previo, sin análisis ni seguimientos. En el asiento de atrás de un Seat 850, azul. Atrás quedaron las tristezas existenciales y los brotes de no sé qué me pasa. Arrancó de mí la idiotez adolescente ya sabemos cómo. Nada me pidió a cambio, nunca utilizó esa información contra mi persona y nunca pude agradecerle su impagable labor. Vilipendiada siempre, criticada sin compasión por los mismos que antes que yo habían pasado por su consulta y despreciada por aquellas que teniendo las mismas ganas, por miedo y falta de carácter, te negaban el tratamiento. Hoy, con los antecedentes penales ya prescritos, andan por el mundo como las demás, haciendo lo que sea que les ha tocado hacer, sin que nadie les reconozca ni agradezca tanta alegría y ayuda altruista como derrocharon, tantas adolescencias difíciles y desviadas que devolvieron a su cauce.
El putón verbenero, altruista ella, atrevida y sin dobleces, inmune a críticas y chismorreos. Muy por delante de su tiempo. Yo, desde aquí, le doy las gracias. Haya salud y suerte.
Yo también padecí esos males.
Cierto, tan azul como el cielo que siempre sorprendia al amanecer………………