Como ya he dicho alguna vez aquí, en la libreta eléctrica, yo viajo mucho en tren, a pesar de que es caro. En estos tiempos medievales, de recaudadores insaciables, viajar en coche propio resulta un lujo. Porque el combustible ha subido, porque hemos de apretarnos el cinturón y sacrificarnos un poquito más, o sea un mucho, para que la realeza y los miles de bufones que corbatean (corbatear es mostrar, pasear y lucir la corbata aparentando educación, cultura y rectitud moral) por nuestro esquilmado país, puedan seguir trajinando al ritmo del millonariado, que es lo contrario del proletariado.
Proletariado es término de origen latín. Lo usaban los romanos para designar a aquellos que solo podían aportar prole al ejército de Roma porque no tenían otra cosa.
Millonariado es término de origen mío. Lo uso para designar a los que solo quieren llevarse millones a costa de lo que sea porque no soportan el ansia que les cubre los huesos.
El millonariado se ha puesto de moda en los últimos veinte años. Todo el mundo parece querer formar parte de este club. Todo son ventajas para los socios. Además, por extraño que parezca, tiene un sin número de simpatizantes, es decir, proletarios lame culos que darían un riñón, un brazo, tres costillas y la córnea de un ojo por lavar el coche de un socio. Si fuera por pertenecer al club darían al diablo su alma y la de su descendencia, el uso y disfrute de un par de orificios, negarían a Cristo, a su madre y la redondez de la tierra.
El millonariado no viaja en tren, al menos no en los trenes que viajo yo, con vagones viejos y descuidados, con calefacción en días alternos, un día funciona, otro día no. En verano es el aire acondicionado el que se alterna. Las pantallas para el visionado de películas están bien colocadas, las películas no se ven, pero hacen mucha compañía, con sus interferencias y chirridos, todito el camino, cuatrocientos kilómetros. Eso sí, puede usted presentar la correspondiente reclamación, pero no en la estación donde se apea, no a esta hora, no señor, tiene que ser en estación importante o en otro horario, o sea, otro viaje para la reclamación. (Yo a esto lo llamo ratería, timo, pillaje, desfalco, fraude, estafa. Y no quiero calentarme.) Las puertas que separan un vagón del siguiente a veces cierran, a veces no. Lo mismo pasa con las que dan a la calle, no importa, suba usted por otro vagón de los muchos que tiene este tren y luego búsquese el número de asiento que figura en su billete. El aseo no funciona siempre, pero hay más en otros vagones y así se estiran las piernas. El horario es me-ra-men-te informativo, no nos pongamos exigentes, tensos, inflexibles, recios. Como las puertas, que van muy recias. El billete, por el contrario, mantiene su importe, no es como el vagón, envejecido y gastado, no, no, no. El billete sigue progresando y actualizándose, siempre joven y lozano.
Ya sé que hay trenes mejores, que esto solo pasa en los que viajo yo y otros cuarenta parias de la tierra. Los que nos movemos entre Orense y Bilbao. El que quiera puede probar y comprobar que cuanto digo es solo una parte de la vida que nos dan los muchachos de “Adif”. De todo esto, en su publicidad no dice nada.
Haya salud y suerte.
¡Ojalá te asomes a la libreta a menudo este año! Me encanta tu manera de escribir y, aunque la temática sea deprimente a veces, siempre me haces sonreír por lo menos una vez. Eso cuando no me desternillo de risa.
Y a todo eso puedes sumar que a veces, estando ya en la estación de origen –a la que has tenido que trasladarte en coche porque no se puede llegar de ningún otro modo– no te venden el billete para ese día porque han decidido retirar el vagón que viaje destino a “X” (supongo que no les compensa el número de viajeros que lo utilizan a diario) . Sin previo aviso ni ná. No queda más remedio que volver a casa y hablar entre dientes en el viaje, Para poner la queja y que te atienda la “ventanilla” adecuada tendrías que hacer 40 km más (a estas alturas es imposible que la queja nos compense)
Los trenes tienen un halo romántico, una suerte de aura mágica que los viste de literatura, y los convierte en evocadores.
Llegué a León en un expreso desde la industrial Barcelona de los años sesenta, contaba ocho años, y mi padre nos arrastraba desde nuestra querida Extremadura, en busca del salario allí donde las migajas se repartían, recorriendo la geografía de esta sufrida España siempre a lomos de tren. Viajes de 12, 14 y hasta 24 horas.
Llevo grapada a la memoria la imagen de los postes de la catenaria pasando rítmicamente, y el sonido acompasado de de las vías roto por el estruendo al entrar en la negrura de los túneles, y el reflejo en el cristal de los ocupantes del compartimento, y mi nombre escrito sobre el vaho del cristal, con los ojos abiertos como platos sin perder detalle de los paisajes que se iban clavando en mis ingenuos ocho añitos mientras soñaba con destinos que aún no han llegado.