Cambiar de chaqueta es un deporte que, desde tiempo inmemorial, se practica en nuestro país con una soltura, un donaire y una maestría impresionante. No es deporte olímpico, si lo fuera ya tendríamos, en medallas, más oro del que cambiamos de sitio con el descubrimiento de América. Sin embargo no es de estas chaquetas de las que quiero hablar hoy en la libreta eléctrica, ni de los que las llevan puestas, porque me caliento y se me descompone el día. Es de la mía. De la que me compré hace unos días. La compré en un momento de debilidad. Me cogieron con la guardia baja. Estaba en rebajas. Un precio irrisorio para una chaqueta de este pelaje. Un chollo. Una ocasión que hay que aprovechar. –Además-, dijo mi reina, -con ella vas muy arregladito-. Todo fue culpa mía, que la vi a ella tan ilusionada por regalarme la chaqueta que no supe decir que no, no mantuve mi criterio, me dejé engatusar porque era elegante y fina a la par que informal y moderna en su justa medida, me dejé llevar al huerto entre tanta alabanza y tanta dependienta aduladora. Fui incapaz de imponer esa personalidad mía, con criterio. Un botarate, hijos. Y cambié de chaqueta. La cosa no quedó ahí. Llegó el momento de estrenarla. La ocasión lo merecía y todo un día por delante para el disfrute de tanta exquisitez.
A la vista la chaqueta es bien chula, ya lo dije, y nada dice de lo que siente quien la lleva puesta pero, por dentro, es otra cosa. Para conseguir esa figura esbelta y gallarda, a la par que moderna e informal, le han aplicado una extraña costura que viene a morir y dar vuelta en el mismísimo sobaco, a lo que se refieren las modistas cuando dicen que te tira la sisa, solo que a mí no me tira, a mí me está estrangulando, y como la sangre no me circula con la fluidez natural y necesaria, se me están empezando a dormir las manos, no tengo tacto en los dedos, se me caen hasta los cigarrillos, y me paso el tiempo moviendo los hombros como un bailarín de break dance. Al mover los hombros con este frenesí me rozan los omoplatos con otra graciosa costura que, para más firmeza, está cosida con tanza. Tanza que algún operario indolente y haragán dejo mal rematada y llenita de terminaciones en pincho. Esta costura le da a la chaqueta ese aire juvenil pero que a mí me está sirviendo para introducirme en el apasionante mundo del faquir. La cosa es que no paro de moverme en busca de una postura o acomodo que me alivie de la opresión y eso hace que esté empezando a rozarme en el cuello. Que yo, lo que se dice cuello, como tal, no tengo. Yo paso del tronco a la cabeza sin transición, es decir que la chaqueta, lo que a otro le rozaría en el cuello, a mí me roza: la mitad en la espalda, y la mitad en el cogote. Ya hace rato que solo miro de frente, me importa un pito lo que pasa a mi alrededor, porque girar el cuello abunda en la erosión. La chaqueta es moderna, actual, contemporánea, pero yo estoy seguro de que la Santa Inquisición ya tenía chaquetas de estas para ponerle a las brujas y endemoniados. Cuando pienso que me queda todo el día para disfrutar de la chaqueta me sube un sudor frio por la espalda y, al llegar el sudor a las zonas erosionadas por las costuras mencionadas, que algún desgraciado dejó como las dejó, escuece, pica, sí señor. Menos mal que hoy no me ha tocado estrenarla en algún concierto o teatro, porque si tuviera que aplaudir con las manos dormidas, las axilas depiladas y la espalda en carne viva, se me iban a saltar las lágrimas. Así que yo en cuanto entramos en cualquier sitio digo –JO, QUÉ CALOR HACE AQUÍ. Y me deshago de la chaqueta aunque el local esté a siete grados bajo cero. O se la presto a cualquier dama que la necesite como si fuera un caballero. Alguien me dice,-QUE CHAQUETA MÁS CHULA TRAES HOY. Yo solo le contesto con resignación: SI TE GUSTA MUCHO TE LA DOY. Pero no hay suerte, a nadie le gusta tanto. Me imagino lo que sería esta chaqueta si no llevara una camisa debajo. Estoy pensando en hacerme el olvidadizo y perderla donde no puedan recuperarla, o despistarme con un cigarrillo y chamuscarla donde más se vea para que quede inservible. Seria en defensa propia. Cualquier juez me dejaría en libertad sin cargos.
Acabado el día, y ya en casa, me quito la prenda de marras y solo quiero darme un baño calentito y embadurnarme con algún ungüento curativo que repare mi cuerpo torturado. Si estuviéramos en Semana Santa podría salir con cualquier cofradía. Que tengo el cuello como si me hubieran dado con una cadena, las manos dormidas, los sobacos en una llaga y la espalda como el nazareno. Algunas veces es durísimo andar elegante y moderno a la vez.
Nunca más compraré una chaqueta mirándome en el espejo, no señor, la compraré con los ojos cerrados, solo por lo que sienta con ella puesta. Si alguien la quiere que lo diga.
Haya salud y suerte.
Pobre Chambombo!!!. Te pasa cada cosa…Tú no recuerdas el dicho “para presumir hay que sufrir”…
Hubo una época, hace muchos años, que se llevaban los pendientes grandes y de pinza, pues mi hermana y yo, que no podíamos dejar escapar ninguna moda, nos los poníamos y a pesar de que nos daban alergia y nos ponían las orejas encangrenadas, alli estábamos nosotras tan chulas con semejantes adornos.Claro que a medida que las heridas en las orejas crecían teníamos que poner pendientes más grandes hasta llegar a lo imposible.
Así que, o bien pierdes o “te roban” la chaqueta en el Alsa o te pones un jersey por debajo, cada vez más gordo a medida que crezcan tus heridas.
Joder tio, cuanto me he reído. Que historia tan bien “hilvanada”, mejor que la puta chaqueta, oye la he cogido manía, tus relatines no tienen desperdicio, y si ya en otros me identificaba por experiencia propia, en este has hecho pleno, quien no ha tenido alguna prenda tan pertubadora como la “puta chaqueta de Carlos”.
Enhorabuena, pero tira esa prenda al pantano y disfruta viendo como se ahoga.
Mis mas sinceras felicitaciones por este divertido escrito. Me he reído a carcajadas imaginando la situación, pero creo que los “tíos” sois un poquito exagerados.
De esas prendas debo de tener una docena en el armario, ¡qué bien descrita la sensación!
De eso sabemos mucho el 80% de las mujeres. ¿Quien no tiene unos zapatos que le dejen los dedos engurruñados? Yo hace poco me compré unos preciosos de ante negro y taconazos que resulta me traen por la calle de la amargura porque cuando ando se me descalzan por detrás, no hay plantilla que lo solucione, así que ahí estoy, haciendo fuerza por la calle para que no los confundan con una chancla.
Quien no ha pasado por unos pendientes que cortan la circulación, ha tenido un collar que por su peso dolían hasta las cervicales, o un pantalón tan pegadito que las botas tenían que ir por fuera.
Chambombo, en el futuro te seguirás acordando de esa chaqueta tan “especial” y te reirás cada vez que te acuerdes de ella; en cambio, si hubiese sido cómoda y del montón pasaría desapercibida. Ánimo hombre, dale otra oportunidad que la chaqueta lo merece, eso es solo hasta que salga un poco de callo
¡Mu bueno!, Si señor, un relato que no tiene desperdicio. Te pasas un buen rato