Son las ocho de la mañana, es lunes y aún no ha amanecido. En la calle está nevando, en la cocina de mi casa no. La cocina de mi casa está calentita porque mi madre, a la que nunca he visto durmiendo, ha encendido el fuego, ha preparado el desayuno para mi hermano y para mí y tiene nuestras chaquetas listas y calentitas para que vayamos a la escuela.
En el pueblo no tenemos escuela, así que tenemos que recorrer tres kilómetros hasta el pueblo más cercano. Allí es donde tenemos la escuela. A mí la escuela no me gusta, ni me gustará, eso no necesito esperar a ser mayor para saberlo. Siempre me ha gustado aprender, pero no me ha gustado la escuela. Algo no cuadra pero no voy a investigarlo ahora. Mi hermano y yo nos vamos de mañanita con otros seis niños andarines. Por el camino siempre pasa algo que nos retrasa y nunca llegamos a tiempo, por eso tenemos que sortear quién será el valiente que llamará a la puerta y se llevará el rapapolvo de la maestra, que siempre la emprende con el que llama, como si fuera idiota, mientras los demás escurren el bulto y se deslizan en sus pupitres con cara de llevar allí un par de horas esperando. Dependiendo de quién llame y cuente la excusa sube o baja el tono de la monserga, así que casi siempre llama Juan Luis, que parece que a la maestra le generas sensaciones más positivas que si llamo yo. De hecho, a mí me suelen excluir del sorteo porque he llamado tres veces y siempre ha desembocado en descalificaciones y una violencia gratuita que en nada favorece la formación de los otros niños y, como la maestra parece no darse cuenta, hemos decidido que por pura salud, pedagógica del alumnado y física mía, es mejor que yo no llame. Yo les estoy bien agradecido. Lo que hacemos hasta el recreo es aprender nombres de señores, de ríos, de ciudades, y fechas de muertes y nacimientos de otros señores. También hacemos dictados, que es una especie de emboscada ortográfica que algún malnacido, con bien poco que hacer, se encargó de preparar para que cometas el mayor número de faltas posibles y puedas así quedar como un borrico delante de los demás. El recreo es lo mejor de la escuela, y en esto estamos todos los niños de acuerdo, por lo menos en esta. En invierno, si está nevando como hoy, la maestra no nos deja salir, nos quedamos en la escuela jugando a cualquier cosa y aprendiendo unas canciones pasteleras que se sabe ella y que solo se cantan aquí, porque si algún niño es sorprendido cantando estas cosas por su cuenta fuera de horario escolar, y de la vista de la maestra, los demás niños lo apedreamos. En verano salimos todos al patio, que en esta escuela solo es la explanada de tierra y piedras que linda, al norte con la puerta de la escuela, al sur con camino carretal, al este con paredes varias y al oeste con campo comunal. Salimos al patio, digo, como si la escuela estuviera ardiendo, sin orden ni disciplina pero mucho más deprisa que en los simulacros que hacen ahora, y en dos minutos la explanada comparte tres partidos de futbol distintos con tres balones idénticos, guerras de indios y vaqueros y un sinfín de juegos, simulacros, gestas, conquistas, venganzas, ajustes de cuentas. Un batiburrillo de niños y niñas en perfecta ósmosis. Aquí nadie piensa ni se sospecha mejor ni peor que otra. Eso vendrá después, pero tampoco pienso investigarlo ahora. Eso sí, los niños, en diez minutos andamos todos enseñando el calzoncillo, como ahora, pero no porque sea una moda, es que las madres nos hacen los pantalones cortos, pero cortos, cortos. Se ven los calzoncillos por debajo del guardabarros. Y esto no es una moda, es una humillación. Además, por culpa de estos pantalones tan cortos, tenemos las piernas como robles. No como robles de duras, no, como robles de costras, rasponazos y mataduras.
Hoy, como está nevando, nos toca cantar y parecer civilizados. A la maestra no le preocupa demasiado parecerlo, porque si no, no se entiende que me haya dado media docena de bofetones por no poner una a mayúscula al principio del maldito dictado. Pensé que había algo más de confianza y compañerismo y no hacía falta tanta formalidad y protocolo a la hora de empezar un dictado aquí, en la escuela del pueblo, entre paisanos. Pensé mal. No le ha parecido bien. Yo creo que a Juan Luis no le habría sacudido con tanta saña, pero tampoco voy a investigarlo ahora. El día de escuela se acaba y volvemos a casa. Tres kilómetros de actividades extraescolares, a la gresca, bolas de nieve, pistas de hielo y baños de contraste. Llegamos a casa a un paso de la hipotermia, con las manos como piedras y la nariz de cristal. En la calle sigue nevando, pero en la cocina de mi casa no. La cocina de mi casa está calentita.
Haya salud y suerte.
Hoy he llevado a mis dos nietos a la escuela-colegio lo llaman ahora y me he divertido en el corto espacio de casa y dicho sitio para aprender. En ese espacio de tiempo me ha dado tiempo a ver que iban contentos y por el camino se encontraban a sus compañeras y compañeros y la verdad me daban envidia, que yo en aquel Segovia iba sólo al Instituto y no me lo pasaba bien, no, no me gustaba, pero que buenos recuerdos tengo no obstante.
Días de Escuela, este es el título de una canción de aquel grupo de los 70 llamado Asfalto, un retrato de la vida en la escuela en aquellos años. A mi tampoco me gustaba ir a la escuela, pero el paso del tiempo dulcifica los recuerdos y los trae a mi memoria envueltos en un misterioso halo de placer, ahora en mi cara se dibujan sonrisas traídas de aquellos opacos tiempos de zapatos hambrientos y pantalones zurcidos con el cariño de las madres; porque soy cómplice silencioso de aquel niño que aún palpita dentro de mí, y es que hace tiempo decidí no ser adulto.
Madre mía!! Qué recuerdos, nunca comí tanto chocolate como cuando iba a las monjitas, que con la disculpa de ayudar a los negritos lo que nos mandaban a todos era llevarles los puntos que salían en los interiores de los chocolates “Chobil”, y luego ellas se ponían ciegas a pedir regalos (que no eran para el cole, ni para los negritos, ni para nosotras). Y ¡los estuches que pude perder!, nunca me duraron más de una semana (mi madre decidió finalmente mandarme con 3 pinturas, un lápiz y un trozo de una goma cada vez). Yo apenas tenía distancia desde mi casa, pero cualquier cosa me parecía buena para entretenerme por el camino.
Y aquellos castigos de “No hablaré en clase”, o palma hacia arriba y reglazo que te soltaban…